Las mejores obras universales de música, pintura, escultura, literatura, cine, en fin, en su claridad, belleza y profundidad, nos sensibilizan para comprender y apreciar dimensiones no siempre evidentes de la realidad, indispensables para humanizar y dignificar nuestra existencia. Pero, si no nos educaron para apreciarlas y valorarlas, podemos descubrir el arte aun a los cuarenta o cincuenta años, aunque sea inmensa pena el haber perdido durante tanto tiempo su aporte a nuestras vidas.
Las novelitas de Corín Tellado, cuya lectura cometimos alguna vez, aun en su multitud, -escritas para la ‘masa’- no añadieron un ápice de belleza a nuestra estatura interior y, al contrario, estragaron nuestra sensibilidad con nociones que, no contrarrestadas, invalidaban todo acercamiento posterior a una lectura exigente. El arte concebida para todos, esa que inventamos con la bonísima intención de llegar a medio mundo, no es arte: es artificio, decoración, propaganda: escultura, pintura, música, teatro realizados por infinitos corines tellados, pueblan el espacio de adefesios que nos producen incesante nostalgia del vacío. ¡Las ‘esculturas’ que ‘adornan’ Ambato, Otavalo, Ibarra!; a esta última, el espíritu santo de un obispo y de alcaldes y directores culturales, colmó de sanmigueles de cemento, de inmensos policías dorados que llevan de la mano a ancianos mínimos; de madres de cerámica ¡ay!, horribles; de formas de hierro vacías, para patios y casas culturales, esperpentos que impiden gozar de la hermosura del espacio libre, del paisaje, de la gloria de la ciudad antigua, de su clima y su poderosa vegetación, tan poco cultivada y apreciada.
Artesanos hábiles, sin cultivo intelectual ni estético, hacen pasar cualquier cosa por arte, ¡y lo logran!
Ahora, desde Quito, se llevarán a México -¿en beneficio de qué empresas y empresarios, de qué seguros y seguridades, de qué ambiciones?- inmensos colibríes de plástico, decorados y coloreados por pintores conocidos que, salvo una o dos benditas excepciones conscientes del valor y la exigencia de su actividad artística, no se resisten a pintarrajear esas aves, ni a mandarlas ¡como muestra del arte ecuatoriano!: “Que se me conozca en México, aunque sea en una placa”… El proyecto, similar al que criticamos en el pasado, parece cautivar a los munícipes, y se llama Proyecto Arte para todos. “Pichincha ama la vida”. Que lo demuestre, cultivando parques y jardines; adornando con árboles las calles; arreglando las aceras que son amenaza continua de los peatones; impidiendo construcciones atroces que rompen el paisaje; que exija pintar las fachadas de colores apropiados, pero no tire el dinero, ay, tan caro para tantos, en proyectos que no son arte, ni por ser ‘para todos’ llegan a serlo y, aún peor, corrompen el gusto y contribuyen a dilatar aún más nuestro desierto.
Que el arte llegara a todos, sería maravilloso. Que a todo llamemos arte, y contribuyamos con falsos entusiasmos a deformar más el sentido de la belleza del pueblo en que vivimos, es tristísimo.
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