Me refiero a “cachivache” en su segunda acepción del Diccionario de la RAE: “cosa rota o arrinconada por inútil”. ¿Se dan cuenta la cantidad de cosas inútiles que acumulamos a lo largo de la vida? Para llevárnoslo todo necesitaríamos no un ataúd, sino un container. Pero no es el caso. Al cementerio (salvo los faraones y similares) todo el mundo va ligero de equipaje.
Los cambios de casa y las mudanzas son siempre una oportunidad para darnos cuenta de la apabullante cantidad de cosas que amontonamos. Vivimos en un mundo que ha hecho de la producción y del consumo, del usar y tirar o guardar, una especie de religión hueca en la que nos sentimos al abrigo de ese terrible sentimiento de no ser nadie.
Tanto tienes, tanto vales, aunque la mayoría de las cosas que tenemos sean sólo auténticos cachivaches. En este tema (como en tantos otros) mi tía Tálida era una auténtica maestra de vida: presumía no de la cantidad de cosas que tenía, sino de su valor y calidad, de lo cuidadosa que era para conservar y descubrir la practicidad de lo útil y de lo bello.
La inteligencia ecológica nos anima a prescindir del plástico y de lo no reciclable, algo que deberíamos de tomarnos muy en serio, perdidos como andamos en medio de montañas de desperdicios y de vertederos, sin olvidar el triste papel que juegan los países pobres con los que ejercemos una solidaridad tóxica.
Siendo obispo de Riobamba, de la mano de Cáritas, promovimos un lindo proyecto con los recicladores que hurgaban entre la basura. Así es la vida: de lo que nos sobra otros sobreviven. Si nos apresuramos y tomamos buenas decisiones, puede que todavía muchas de las cosas que acumulamos en nuestros armarios sean útiles para algunitos, antes de que las polillas se las coman o se conviertan en hedionda basura.
Aligeren la mercadería y liberen los armarios de cachivaches sin entrar en la espiral del despilfarro. Y compartan, al menos, lo que les sobra. Cáritas tiene buena mano para separar el grano de la paja.