El vendaval de la revolución ciudadana, que arrasó con la institucionalidad democrática, continúa provocando estragos. Pues, aunque la cabeza del cometa se haya desplazado al espacio sideral hace más de cuatro años, su larguísima cola continúa en la tarea destructiva.
No se pueden entender de otra manera algunos sucesos de los últimos días. Me refiero, entre otros casos, a las increíbles dilatorias en el proceso de destitución del alcalde de Quito; o a la insólita posibilidad de que un organismo tan importante como la Contraloría pudiera estar un solo día sin su titular.
Los ciudadanos, incrédulos, se preguntan cómo puede explicarse que se haya generado tan absurdo y pernicioso caos. A mi modo de ver la repuesta es evidente: la cola del cometa sigue haciendo de las suyas.
Me explico. El proyecto de la revolución ciudadana, que se concretó en la Constitución de Montecristi y se desarrolló en los centenares de leyes y reglamentos que se expidieron en esos años, ha afectado de tal manera la estructura del Estado, que se generan situaciones tan insólitas como las que quedan señaladas. Se crearon instituciones innecesarias, se establecieron procedimientos sinuosos, se multiplicaron las ambigüedades legales, se duplicaron las atribuciones de distintas autoridades, a tal punto que en determinado momento no se logra saber a qué institución le corresponde conocer un caso y qué autoridad debe tomar una decisión.
Pongamos un ejemplo característico: la Constitución establece dos organismos electorales. ¿Por qué? ¿Para qué? Durante sesenta años solamente hubo uno. Con esta novedad o novelería ¿los procesos electorales han mejorado? ¿Son más transparentes, más confiables, mejor organizados? Más bien, con la consecuente confusión de atribuciones, son todo lo contrario.
Por cierto, que el peor engendro de Montecristi, y ya estamos cansados de repetirlo, fue el inefable Consejo de Participación Ciudadana.
Mirando en perspectiva caben varias interpretaciones de la hipertrofia institucional y legal. Una de ellas, la más obvia, es que el crecimiento del tamaño del Estado, el incremento de sus poderes y privilegios, constituía un postulado político fundamental del gobierno de entonces. Y, naturalmente, con ello se crearon miles de plazas burocráticas para acoger a los seguidores del proyecto.
Pero, en mi opinión, hubo algo más en este fenómeno: el laberinto institucional era el escenario ideal para que un gobernante autoritario y sin escrúpulos hiciera de las suyas durante diez años.
La penosa lección que los casos de marras nos dejan es que, mientras rija el esquema institucional y legal que nos legó la revolución ciudadana, será difícil, si no imposible, impedir que la cola de la cometa siga generando nuevos vergonzosos escándalos.