Leo en ‘Los detectives salvajes’, esa inmensa, desconcertante cuanto concertada novela de Bolaño: “en el fondo de la charca, los dos pertenecían a ese abanico cada vez más ambiguo que llamamos izquierda”.
Este año se han cumplido 58 de la muerte de Camus, otro ‘episodio’ del absurdo al que él consagró ‘El mito de Sísifo’: de regreso a París, en pleno gozo de la amistad, ‘en una carretera recta, seca y solitaria’ se estrella contra un árbol del camino, junto a su amigo Michel Gallimard. En el bolsillo de la chaqueta de Camus se encontró el billete de tren de vuelta a París, que nunca usó. Hacía tres años había recibido el Premio Nobel. Hoy, su obra genial, aguzada por el tiempo y los aconteceres de estos años, ‘rica solo de sus dudas’, alimenta nuestras propias dudas, desasosiegos y alegrías.
A partir de 1952, la amistad con Sartre se rompe: y, aunque separados por sus ideas sobre el totalitarismo y la ‘revolución’, Sartre escribe, a la muerte del amigo: “Se vivía con su pensamiento o en contra de él, tal como nos lo revelaban sus libros –sobre todo ‘La caída’, quizás el más bello y el menos comprendido-, aunque siempre a través de él. Fue [su obra] una aventura singular de nuestra cultura, cuyas fases y cuyo término tratábamos de adivinar”.
‘La caída’ resume el tránsito de Camus desde la pobreza infantil teñida en la alegría de la luz mediterránea, el cansado silencio de su madre, sirvienta; la dureza de su abuela, a esta obra donde un juez seguro de sí mismo, escucha, en el invernal gris parisino, el lanzarse al Sena de la joven a la que vio asomada sobre su agua plúmbea y melancólica. Este suicidio inicia en él un amargo sentimiento de culpa que oscurece su gloria y mina, para sí mismo, su antiguo prestigio… El juez, contra el inicial optimismo camusiano, descubre la culpabilidad.
Cuando, en Estocolmo, estudiantes argelinos le hacen preguntas esenciales, una de sus respuestas les conmociona: “Entre mi madre y la justicia, preferiré siempre a mi madre”. Al afirmar la preeminencia de la presencia de su madre respecto de la idea de justicia, muestra su preferencia de lo concreto sobre la abstracción, aun la de la idea de justicia. Así, reitera su amarga convicción de que en nombre de las ideas se justifican los peores crímenes (¿no nos lo muestra sobradamente nuestra historia?). Su rechazo de todo autoritarismo, de todo totalitarismo, suscita la crítica acerba de muchos intelectuales y la de Sartre, cuya búsqueda de ‘justicia’ desembocó más tarde en la consagración del maoísmo… Según Camus, en nombre de las revoluciones se han escondido el asesinato, el mal, la corrupción; un escritor no puede excluirse de la historia de su tiempo ‘hecha de carne y sangre’ concretos, de los que se nutre, y que es, tantas veces, una traición de las ideas de las que surgió.
Nunca como hoy esta verdad se palpa en nuestro mundo, y mucho, en América Latina: Albas, nicaraguas, maduros, cubas, correas, horrible ‘abanico ambiguo de la izquierda’. ¿Adónde pudieron, pueden, podrán aún llevarnos?