Un personaje de ‘Justine’, la desbordante novela de Lawrence Durrell, decía que “el cocktail—party, como su nombre lo indica, fue inventado por los perros. No es más que la costumbre de olisquearse el trasero, elevada a la categoría de ceremonia mundana”. Cuando leí esa novela en Manta yo no iba a cocteles, pero veía muchos perros (y burros) por las calles. Ahora los veo mucho menos en Quito pero asisto a uno que otro coctel, donde nunca aprendí a moverme con soltura, como manda el canon.
Un antropólogo gringo cuyo nombre se me escapa estudió el desplazamiento de la gente en estas reuniones. Clasificó gráficamente a los asistentes en A, B, C y D por su importancia social y luego de muchos eventos analizados sacó un modelo, que se repite una y otra vez, de cómo van girando alrededor de los poderosos o famosos al tiempo que estos se desplazan. Como ejemplo recuerdo cuando entraba el alcalde Mahuad a un lugar y hombres y mujeres empezaban a revolotear buscando la oportunidad de acercarse mientras él encantaba con su sonrisa profesional.
La gente va a los cocteles a socializar, hacer negocios o levantes, por obligación, o simplemente a tomarse unos tragos gratis. A mí, en cambio, me divierte sobre todo observar el espectáculo social, el juego de las jerarquías, los vestidos, las palabras. Algunos/unas se mueven como peces en el agua; otros, como elefantes en cristalería. Yo pertenezco más bien a esta especie amenazada por el rey don Juan: no saludo a los que debo y cuando me aproximo finalmente a una persona interesante y entablo una conversación coherente, alguien interrumpe con cualquier pretexto y vuelvo a quedarme en babia, preguntándome qué hago ahí.
El novelista español Javier Cercas escribía el otro día que ya no acude a los cocteles literarios porque no soporta esos ambientes de frivolidad y arribismo, pero al mismo tiempo sabe que debe asistir para no convertirse en un misántropo furioso anclado en el pasado. Ante un dilema existencial tan hondo e insoluble concluía con gracia que el fin del mundo estaba cerca.
Desde aquí le digo que no es para tanto pues no hay nada que no se arregle con tres gintonics. O cuatro, antes de acudir al recurso extremo de un coctel Molotov que lo queme todo.
Porque hay cocteles y cocteles. Desde el inmamable Bloody Mary hasta esos cocteles de a perro que bebíamos en las cantinas vecinas a la Universidad Central. Sí, me refiero al ron barato con cola, limón y unos sucres para la rocola, vecino, envueltos en el aroma de la fritada antes de que el ‘boom’ petrolero instalara la cultura del bar y de los cocteles en hoteles de lujo a donde acude la izquierda exquisita.
Enhorabuena, porque con cocteles de a perro solo se pensaban revoluciones violentas. Y el chuchaqui era espantoso.