El Consejo Nacional Electoral proclamó a Lenín Moreno como presidente electo. El candidato oficialista obtuvo el 51,16%. El líder de la oposición, el 48,84%.
La mitad del país votó por Moreno pese a los diez años de división y confrontación.
La otra mitad, con Lasso a la cabeza, sigue pensando que el proceso no fue limpio e insiste en el fraude. Queda un país más dividido que antes, con una polarización irreconciliable que a nada bueno conduce.
Más allá de la victoria celebrada y la sospecha sembrada es indispensable mirar el proceso electoral no solamente como el acto íntimo e individual de depositar una papeleta en un ánfora y la deseable pureza del sufragio y respeto a la voluntad popular.
No. Los resultados del 2 de abril son consecuencia de otros hechos que deben quedar claros y que vale reseñar una vez más.
Un grupo numeroso de ecuatorianos valoró los cambios puestos en vigor por el Gobierno saliente, en aquella época de abundancia de recursos donde el crecimiento del consumo, la nueva clase media, el aumento de los empleos públicos y ministerios y el endeudamiento agresivo fueron, otra vez más en nuestra historia, moneda común del desarrollo.
La gente vio la remodelación y ampliación de las carreteras, los nuevos hospitales – ¿ será que todos tienen médicos, equipos y medicinas?- las escuelas del milenio, como símbolos de un cambio importante.
La idea de potenciar la energía hidroeléctrica es loable, aunque hará falta saber todos los detalles de los contratos y los costos de la obra con transparencia y queda pendiente bajar las tarifas para que los más pobres y el aparato productivo gocen de los beneficios de la nueva infraestructura.
Para muchos eso pesó más en la balanza y sin mirar ni sus costos ni el endeudamiento, la mayoría de personas valoró los temas descritos, más que las tremendas consecuencias del modelo concentrador de poder, de la consolidación del caudillismo, huella de toda nuestra historia republicana, de la pérdida de libertades, el ataque a periodistas y medios y la dura crítica a quienes piensan distinto, los insultos y la descalificación de actores sociales y políticos diferentes y opuestos.
La propaganda y su millonario poder jugaron su rol. Mucha gente se convenció. No importó que los opositores no gozaran de los mismos espacios en el gran aparato de medios que controla el Gobierno, que la exclusión fuera moneda de cambio y, lo que es peor, que el aparato de propaganda haya orquestado campañas contra la oposición y su candidato de segunda vuelta sin límite. La autoridad electoral, cuya independencia se cuestiona, no impidió el abuso de la propaganda oficial. Cadenas con la voz que usó el Gobierno estos años difundieron contenidos del CNE. Impresentable.
Ahora el presidente electo nos habla de una mano tendida, de diálogo. Debe conformar un gabinete fresco, competente limpio y hacer un gobierno para las dos mitades que en esta década se dividió al país.