En su discurso ante la convención del Partido Demócrata, que algunos consideran el mejor de su larga y extraordinaria carrera política, el ex presidente de los EE.UU., Bill Clinton, ofreció algunas reflexiones que merecen comentario.
“Aunque con frecuencia”, dijo, “estoy en desacuerdo con los republicanos, nunca he aprendido a odiarlos, como algunos de ellos parecen odiar al presidente Obama y a muchos otros demócratas”. Y agregó, “trabajo todo el tiempo con demócratas, republicanos e independientes, y con frecuencia no tengo idea de con quién estoy trabajando porque nos enfocamos en resolver problemas y aprovechar oportunidades, no en pelearnos todo el tiempo”.
Siguiendo en esa línea, dijo también, “en momentos difíciles, la política de constante confrontación puede ser efectiva. Pero lo que es efectivo en política no necesariamente funciona en el mundo real. Lo que funciona en el mundo real es la cooperación, porque nadie puede tener la razón todo el tiempo”.
Al reconocer múltiples instancias de cooperación entre contrincantes políticos, Clinton agradeció acciones y programas constructivos de varios presidentes republicanos, incluidos Eisenhower, Reagan y Bush padre e hijo. También destacó el hecho que el presidente Obama y su esposa Hillary fueron rivales por la nominación del Partido Demócrata en 2008, luego de lo cual Obama la designó secretaria de Estado, “enviando una elocuente señal a todo el mundo de que la política no tiene por qué ser un deporte sangriento, y puede, al contrario, ser una actividad honorable que promueve el interés público”.
Este espíritu conciliador no está del todo ausente entre nosotros, pero con frecuencia se vuelve inaudible, ahogado por vendavales de invectiva, no solo en la vida política sino también en el mundo académico y en otros ámbitos donde surgen puntos de vista divergentes. He preguntado a mis estudiantes si consideran que el que piensa distinto es a su juicio un pobre idiota, y la mayoría ha respondido que sí, porque han crecido en ambientes dogmáticos e intolerantes. También les he preguntado si creen que dos personas que piensan distinto están necesariamente en conflicto y, nuevamente, un alto porcentaje responde que sí. Discrepo con ese criterio: la divergencia de ideas se torna conflictiva solo cuando las partes pretenden imponer sus criterios y, según Clinton, “creen que el oponente es el enemigo, que ellos siempre tienen la razón, y que el consenso conciliador es señal de debilidad”.
Podemos encogernos de hombros y decir que “así somos”, refugiándonos en la diferencia cultural como excusa, o podemos asumir el reto de aprender de esa otra forma de tratar las divergencias, que conduce a decentes acuerdos y a la cooperación frente a acuciantes problemas comunes.