Desde el punto de vista filosófico, un clasicista es alguien que se resiste a aceptar que las preguntas cruciales del ser humano –¿quién soy?, ¿qué es lo justo?, ¿en qué consisten el bien y el mal?– tengan una respuesta definitiva en la biología, en la psicología o en la economía.
Un clasicista cree que las respuestas a aquellas preguntas están, más bien, en los grandes libros de la humanidad, como ‘La Odisea’, de Homero, o ‘La república’, de Platón. Esos textos contienen los valores fundamentales de la civilización occidental. Además, son valores que han pasado la prueba del tiempo, guiando nuestras vidas durante más de dos milenios, afirman los clasicistas. (También se les llama filósofos conservadores porque creen en la vigencia de los valores heredados de la antigüedad).
Quien suscriba una filosofía conservadora o clasicista no está a favor de que se mantengan los privilegios de unos pocos o que las sociedades sean manejadas por tiranos. Un filósofo conservador no es de los que se escandaliza cuando ve una chica con un escote generoso ni de los que se alarma cuando encuentra a dos personas bebiendo en exceso. Alguien con una filosofía clasicista tampoco cree que existan razas superiores o que los apellidos sean muestra evidente de brillantez o distinción.
Quienes crean tales cosas son hipócritas, cínicos o simplemente estúpidos…
Aldous Huxley y George Orwell –dos pensadores que amaron la democracia, la igualdad y la libertad– tuvieron posiciones filosóficamente clasicistas cuando criticaron los procesos de ingeniería social, muy en boga a inicios del siglo pasado, que supuestamente producirían sociedades perfectas a base de principios científicos, pero que solo provocaron muerte y destrucción cuando fueron aplicados por el nazismo y el estalinismo.
El Ecuador de hoy está infatuado con el discurso de la revolución supuestamente amparada por la ciencia. Muchos creen que este régimen promueve cambios respaldados por la técnica y no por el prejuicio ideológico ni por una lógica primitiva de constante enfrentamiento.
Sería bueno empezar a contrastar los principios del ideario revolucionario actual con los valores que hemos heredado de los grandes pensadores clásicos. Los clásicos exaltan la eficacia del sentido común y nos incentivan a pensar con la cabeza antes que con las tripas; nos enseñan a sospechar del que odia y a dominar nuestras pasiones extremas. Nos dicen que la justicia es el bien supremo que debe perseguir el hombre y que lo puede hacer cultivando la razón.
Pero nunca nos pintan un retrato edulcorado de la realidad. Más bien, los grandes pensadores nos ayudan a entender mejor la naturaleza humana y a saber que no podemos cambiarla, pero sí cultivarla mejor.