Es bien conocida la historia de ese aristócrata inglés de la segunda mitad del siglo XVIII, Montagu, el cuarto conde de Sanswich -castellanizado, ‘sánduche’ – quien obsesionado por los juegos de azar y para no abandonar las mesas ni siquiera por la hora del almuerzo, mandaba disponer un buen pedazo de carne entre dos rebanadas de pan, a partir de 1778 (Asimov).
Desde entonces, y muy gráficamente, se suele llamar a la clase media -profesiones, burócratas, comerciantes, pequeños agricultores, etc.- comprimida y a veces triturada entre los poderosos y los más pobres, como la clase sánduche.
Modernamente enfrenta muchos peligros. Uno es el de la inflación de los precios cuando la política económica general no tiene entre uno de sus objetivos fundamentales el aumento de la producción interna de bienes y servicios. Cuando tal sucede, la clase media se perjudica de manera doble: ni se beneficia de las elevaciones como los grandes empresarios, ni tampoco de los reajustes de salarios como los más pobres, sino todo lo contrario.
Otra arma terrible enfilada contra la clase sánduche es la de los impuestos indirectos, creados al ocurrir los ‘paquetazos’ de medidas que intentan resolver el déficit fiscal. Cierto que estos gravámenes -los establecidos sobre el consumo, sobre las importaciones, sobre artículos a los que se declara como suntuarios, etc.- son más fáciles de cobrar pero, como se fijan idénticas tarifas para todos, pese a las abismales diferencias en los ingresos de las familias, tienen efectos del todo injustos y empeoran la insatisfactoria distribución de la riqueza común.
O sea que proceden de manera contraria a cualquier intención de justicia social, mientras que los impuestos llamados ‘directos’ -a la renta, las herencias, etc.- sí toman en cuenta la situación específica de cada contribuyente y, según esta las tarifas van en aumento: es lo que se llama la tabla progresiva, mientras mayor sea la prosperidad de cada individuo. Entonces consiguen finalidades equitativas, como los países escandinavos, si bien la verificación del aporte de cada contribuyente es más difícil de establecer y se presta a fenómenos de corrupción y fraudes, bastante frecuentes en cualquier latitud del planeta.
Cuando se atiende los gastos públicos, es imperativo disponer la más estricta disciplina y verdadera austeridad de egresos, particularmente ‘corrientes’ o de ‘servicios’, para alcanzar el deseado equilibrio del Presupuesto, la balanza de pagos, el comercio exterior, etc. si no se quiere originar catastróficos daños.
Por desgracia las modificaciones tributarias que se han enunciado para aumentar los ingresos fiscales caen de lleno en la categoría de los impuestos ‘indirectos’; con sus previsibles efectos. Cabe entonces esperar que Ejecutivo y Legislativo actúen con ponderación y que el avance del precio internacional del petróleo haga innecesarios los nuevos e indeseables impuestos ‘indirectos’.