El último ensayo de Mario Vargas Llosa, que circulará en el próximo abril, enfrenta uno de los temas más polémicos de nuestro tiempo: el espectáculo transformado en la razón de ser de la vida, el motor de la cultura y la meta de la política. Yo diría, en el argumento de todo, desde la democracia hasta la guerra, desde el mercado hasta la religión.
Esa lógica del show, presente en todos los ámbitos de la vida, ha provocado la perversión de los regímenes políticos y la banalización de la cultura. Ha transformado al pueblo –si existe de verdad el pueblo- en público consumidor, al ciudadano en agente del aplauso o en barra brava del estadio electoral, a la democracia en evento donde no prevalece la lógica ni la auténtica capacidad de elección, sino las razones que impone la “taquilla”. ¿No son las mayorías, y las asambleas y los demás foros de ese tipo, expresión de la tendencia taquillera en que triunfa siempre el que mejor vende en el infinito mercado de las verdades a medias y de los discursos folclóricos?
Evidencia de que vivimos a plenitud la civilización del espectáculo es el hecho de que en todo prevalece la propaganda. Ella es el alma del show, la sustancia de la cultura barata, de los deportes de masas y de la democracia electoral. Si no hay difusión, no hay circo. Si no se anuncian, con bombos y platillos, ya los rituales de la salvación política o ya el partido de fútbol, no hay público, no hay “pueblo”. La propaganda es la ciencia de la inducción interesada de la conducta, es el secreto para aprisionar voluntades, entontecer cabezas y alienar corazones. Es la explicación de cómo minúsculos cenáculos de dirigentes, o anónimos y hábiles empresarios, logran domesticar a las masas, de cómo es posible que millones de personas aplaudan enajenadas los discursos más insólitos, o invadan en tropel centros comerciales ante la promoción de la última novedad que salva la vida. Ella es el fundamento y la “legitimidad” de la democracia plebiscitaria y el ancla de los populismos. Es la razón del capitalismo comercial.
Pero el espectáculo es lo opuesto a la excelencia. Es su cementerio. No hay posibilidad de cultura refinada, ni de arte verdadero, ni de democracia selectiva, si en todo domina la mediocridad del espectáculo, la idea de que lo único importante es la adhesión de la multitud. De que la razón se mide por el número de votos o por la capacidad de penetración de cualquier show o producto en el mercado. De que hay que hacer, decir y escribir lo que suscite aplausos, no lo que obligue a pensar, todo ello bajo la errónea tesis de que “solo lo popular es bueno”. Es que, además, lo que gobierna la conducta de los actores es el miedo a perder, el susto a salir de escena, el terror a que los espectadores desaten la silbatina y entierren el porvenir, el poder… o la capacidad de venta.