La ciudad, además de entorno y realidad, debería ser un proyecto de vida en común, un tema que convoque, que suscite, que plantee compromisos, ilusiones y deberes distintos de los que vienen de la ley, los impuestos o las ordenanzas, y que sean resultado del afecto y de la identificación con los vecinos, con el paisaje y la autoridad.
Lejos estamos de ese proyecto ideal. Al contrario, la ciudad, de a poco y sin sentirlo, se ha transformado en ogro, en selva de cemento, en incertidumbre, en negación de la convivencia. El barrio ya no es barrio, es vecindario agreste poblado por seres anónimos. El tumulto es la lógica que marca la vida. Los trancones son parte de cada mañana. Ahora, el viaje a la oficina o a la casa es aventura que pone a prueba la paciencia y la pericia. Los tiempos son distintos y cambian en función de las frecuentes congestiones de los miles de vehículos que circulan en el loco apresuramiento hacia ninguna parte.
Se dirá que así son las ciudades modernas, y que hay que habituarse a su ritmo, que ese es el pulso de la “civilización”. Se dirá que hay que acostumbrarse a la vida que impone el tumulto. Se dirá todo eso. Pero admitir semejante consuelo es, al menos para mí, inaceptable, porque implica sumisión, fatalidad, renuncia a la posibilidad de afirmar una idea distinta, una esperanza discrepante con el cómodo consejo de someterse a los hechos y a las marcas de esta nueva barbarie que crece por la fuerza de los hechos.
La ciudad es un proyecto, y no debe jamás dejar de serlo. Eso implica planificar cada día, orientar la expansión urbana con eficacia, poner coto al abuso y al desorden, disciplinar el tránsito, jugarse el porvenir político lidiando con buseros y transportistas que invaden calles y avenidas en las horas pico. Eso supone enfrentar a la informalidad y crear alternativas de trabajo. Eso implica un nuevo concepto de municipalidad, más cercana a la comunidad, más desinteresada de lo político y mucho más comprometida en lo cívico. Eso implica servicio eficiente. Implica, qué duda cabe, liderazgo que una, y no que divida.
Quito va por mal camino, señor Alcalde. Al menos esa es la percepción de un ciudadano a quien la ciudad le interesa como entorno, como paisaje, como sitio para vivir y trabajar. Quito necesita de otras visiones, necesita replantearse, repensarse. Necesita mucho más que angustiadas medidas coyunturales. Necesita un Municipio que convoque, que se distinga de la cotidiana fatiga política que sufrimos, que nos proponga a los ciudadanos retos y compromisos. El tema excede en mucho a la obra material. Es un asunto más complejo y, por tanto, más difícil, porque significa lograr que quienes por acá vivimos nos sintamos, otra vez parte, de algo, que dejemos de cerrar la puerta para escondernos de la inseguridad, que dejemos de escapar de este inmenso tumulto que se agrava en Navidad.