Representa un grave retroceso para la región las decisiones recientes de algunos gobiernos de no acatar las medidas cautelares dictadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, cuando estas entran en contradicción con los intereses del poder constituido. Lo ocurrido en Colombia, en el caso Petro, y lo anunciado en el Ecuador en el caso Jiménez, Villavicencio y Figueroa, son los más recientes en una tendencia que lamentablemente viene de atrás. Y lo es, sin que aun aquilatemos sus consecuencias, porque las medidas cautelares dictadas con celeridad por órganos como la CIDH, sencillamente pueden ser, como lo han sido en el pasado, la diferencia entre la vida y la muerte, entre la libertad y la cárcel para ciudadanos enjuiciados sin el debido proceso por razones políticas en el marco de sistemas judiciales no independientes y controlados por el poder de turno.
Es por eso que, así como hay autoridades y gobernantes que quieren retornar a la situación en que la soberanía del Estado podía usarse como escudo de impunidad para la violación de los derechos humanos, en el continente hay millones de ciudadanos que miran con horror el desmantelamiento de estos recursos, precisamente creados para corregir, evitar, precautelar a las personas de las arbitrariedades estatales. Esta no es una discusión entre soberanía e independencia estatal, ni una cuestión sobre viejas o nuevas formas de colonialismo. Este es un debate entre el compromiso real de los Estados por garantizar los derechos de sus habitantes o visiones retrógradas que pretenden seguir colocando el interés de los gobernantes por encima de los derechos.
¿No es aquello claro en el Ecuador? ¿No resulta evidente que el Presidente de la República usa la justicia o la sobrerregulación como arma de persecución desde el Estado en contra de personas o grupos que piensan diferente, protestan, escriben cosas que no le gustan o sencillamente opinan sobre el 30S? ¿No tenemos en nuestro país un grupo de perseguidos políticos? ¿No son perseguidos políticos acaso Cléver Jiménez, Villavicencio y Figueroa o el coronel César Carrión, los sentenciados por sabotaje y terrorismo en el caso del TV pública? ¿O los 10 de Luluncoto, los jóvenes del Central Técnico, los veedores ciudadanos de los contratos de Fabricio Correa, los activistas ambientales e indígenas con indagaciones en la Fiscalía? ¿O las ONG cerradas o asediadas por el Gobierno como Pachamama o Fundamedios? Esta lista incompleta es indignante, dolorosa, vergonzosa para el poder. Por ello, la CIDH y sus medidas cautelares molestan; “el Sistema Interamericano de Derechos Humanos viola nuestra soberanía y es instrumento del imperialismo”. Pero la defensa de los derechos humanos debe volver al centro de la razón de ser de los Estados; los ciudadanos no podemos permitir que se desmantelen sus instrumentos de protección dentro y fuera del país. Hoy es necesaria la exigencia de que el Estado ecuatoriano acate las medidas cautelares de la CIDH en el caso Jiménez, Villavicencio y Figueroa.