Por los comentarios recibidos parece que mi artículo sobre la vigencia del regionalismo abrió la puerta a un tema cautivante y de rabiosa actualidad. Entre otras cosas observaba yo que los costeños se resisten a hablar como serranos (insinuando entre líneas un sentimiento de superioridad).
Un lector que me sigue quincenalmente replicó que yo mismo sería la prueba de lo contrario; a saber, de que un pata salada de la playa de El Murciélago puede mimetizarse como un quiteño más. Y sugirió que debí haberme puesto de ejemplo.No lo hice no por falta de ganas sino de espacio: en esta columna cada palabra cuenta y debí tachar del borrador el siguiente párrafo: “De familia quiteña, tuve la suerte de criarme en Manta, a orillas del mar. Sin embargo, en la escuela sentía desde el principio las burlas tipo ‘serrano, come papa con gusano’, de manera que hablaba y lucía como un pata salada cualquiera. Pero cuando venía a Quito, en las vacaciones, era fastidiado por mono con las burlas y los estereotipos de rigor, de modo que volvía a hablar como serrano. Así viví la estupidez del regionalismo de lado y lado”.
Sí, esa fue la mejor manera de comprender que nadie es superior por el hecho fortuito de haber nacido en un sitio u otro. Y por eso me definí como mongo: mitad mono, mitad longo, categoría que abarca a muchos ecuatorianos que hemos experimentado lo mismo y conocemos desde niños en qué se diferencian unos de otros. Por ejemplo, en el sentido del humor.
Digamos que, en general, la sal quiteña —lo que queda de esa tradición un poco sobredimensionada—, suele generar chistes más finos, más elaborados e intelectuales, lo que se llamaba antes “chistes de salón”. El humor costeño es más explícito y desenfadado, más físico y sensual, y la burla hiriente se halla más a flor de piel, como se observa en programas de humor televisivo que recurren a personajes tan toscos como el encarnado por Flor María Palomeque.
No obstante, y aquí viene el punto curioso, los programas de humor de TV producidos en Quito no han logrado ir más allá de los linderos regionales, mientras los programas guayaquileños han alcanzado, en ciertos casos, audiencia nacional. ¿Por qué? Hipótesis uno: porque ese humor verbal, lleno de matices y entonaciones, que dominaba las tertulias de la Plaza Grande y alimentaba a los cachistas de ‘La hora sabrosa’, no resiste el paso a lo corporal y vertiginoso de la pantalla, donde se juega con personajes y situaciones clichés, reconocibles de inmediato y repetitivas, como en ‘El Chavo del Ocho’.
El éxito internacional de ‘Enchufe.tv’ −una buena producción capitalina que se emite por YouTube− merece un aplauso. Sin embargo, sketches como aquel del adolescente que quiere comprar un condón, o del mono avispado que impulsa al serrano lento a levantarse una chica ciega, continúan manipulando estereotipos fácilmente identificables y allí radicaría la clave de su popularidad.