Anamaría Correa Crespo

Un chelo y un piano

Mientras escribo mi columna de esta semana alejándome de la comidilla política -¡qué refrescante!- vuelvo a oír a Mischa Maisky tocando a Rachmaninoff y Shostakovich en un concierto en Moscú. Los escucho para repetir, aunque sea en una escala infinitamente menor, la lluvia de sensaciones que invadieron a los asistentes de la Casa de la Música, o al menos a mí en particular, cuando el pasado miércoles, Mischa Maisky junto a Sergio Tiempo nos transportaron a otro espacio-tiempo (bien valga la redundancia).

Y digo esto, puesto que una obra de arte, ya sea esta plástica o musical o de cualquier clase, surte un doble efecto ante el espectador. Por un lado cerca su mente del mundo exterior y la sumerge en la profundidad del sentimiento del artista/compositor/intérprete y así la bloquea de sus constantes escapadas a sus pensamientos recurrentes y obsesivos, y por otro lado hace un juego de redención catártico de su propio sufrimiento, como ya lo sabían los griegos hace siglos con sus tragedias.

Lo describe con agudeza Rosa Montero, cuando dice que se escribe -se compone, se pinta- para enfrentar el dolor, para que el horror amaine en las palabras, para que la estética de alguna forma lo justifique. "En el origen de la creatividad está el sufrimiento, el propio y el ajeno. El verdadero dolor es inefable, nos deja sordos y mudos, está más allá de toda descripción todo consuelo... Y sin embargo, y a pesar de ello, los escritores nos empeñamos en poner #Palabras en la nada. Arrojamos #Palabras como quien arroja piedrecitas a un pozo radioactivo hasta cegarlo… El arte es una herida hecha luz, decía Georges Braque. Necesitamos esa luz, no sólo los que escribimos o pintamos o componemos música, sino también los que leemos y vemos cuadros y escuchamos un concierto. Todos necesitamos la belleza para que la vida nos sea soportable". Como lo decía Pessoa: "La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta".

Mientras oía a Mischa Maisky y Sergio Tiempo, sentía algo parecido o quizá exactamente eso. Que la vida no es suficiente, que la obra de arte la contextualiza, le da profundidad, colores y matices e incluso le dota de mayor humanidad, es decir, de sentimientos y trascendencia.

Maisky y Tiempo, interpretando a Rachmaninov, Shostakovich y Chopin, me llevaron de un paso del dolor a la alegría; a recuerdos personales que se fundieron en esa magistral interpretación que bien podría resumir la vida, el dolor, el éxtasis y la muerte.

La escena de Maisky con su chelo seducido en un abrazo eterno y de perfección pura, es lo que se llevó Quito. Para que esta ciudad se acuerde que de sus penas son redimibles en estos flashes de luz como el que la Casa de la Música nos brindó.

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