Don Valentín García Yebra, eximio traductor de obras clásicas y académico de la RAE, se refirió a la versión magistral que el jesuita Aurelio Espinosa Pólit hizo de la Eneida y las Geórgicas de Virgilio; aunque yo no disponga del texto literal, transmito sin traición el sentido de sus palabras: “Si por desgraciado azar no contáramos hoy con la obra de Virgilio, la traducción que hizo de ella Espinosa Pólit bastaría para que tuviéramos idea cabal de su riqueza”.
¡Jesuitas de entonces! Imaginaba yo, en la querida Católica de los sesenta, que el soporte de su difícil vocación era la formación cultural que recibían, centrada en los clásicos. Por supuesto, esta formación no habría bastado para su vida de renuncia exigente, sin una profunda espiritualidad, tema en el cual es difícil entrar. Hoy, en la existencia wikipédica que llevamos, se extrañan la dedicación, el cultivo y finura íntimos que hicieron de ellos maestros sin parangón, dignos de la mejor ¿e insalvable? nostalgia.
¿Será por ese recuerdo sin tacha que me alegró tanto saber que el nuevo papa es jesuita? ¡Y argentino, pensé!: hermoso, querido, inmenso país del sur, de donde procede lo mejor de la cultura hispanoamericana del XX, como también el omnipresente peronismo que nadie entiende -¿o quizá el papa?-… La patria del Güiraldes de Don Segundo Sombra, y de Sábato, Bioy, Borges, Cortázar… ¡Papa y, además, che!, como dirían algunos, no sin cierto matiz de desconfianza (por aquello tan manido, del engreimiento de los ches, que, con tantos amigos argentinos, nunca experimenté).
La abdicación de Benedicto XVI me conmovió, aunque no haya seguido este acontecimiento con la ‘debida’ pasión. Un teólogo de rica cultura, capaz de asumir con dignidad y miedo piadoso sus límites hasta el fin (fin de su pontificado, de su dominio sobre los fieles del mundo y de su esperanza de transformación de la iglesia tal como él, amargamente, la vivió) es difícil de encontrar. Se necesitaron mil años para generar esa renuncia en libertad. Hoy, el acceso al trono de Pedro de un papa que habla español, que vivió las penas, solicitudes y silencios de la teología de la liberación (algo le quedará, a pesar de denuncias infaltables), es estimulante para el mundo cristiano. Él plantea el retorno a una iglesia pobre para los pobres, aunque tal redención parezca imposible, pues resulta mucho más difícil desprenderse de fortunas atesoradas, que crearlas. Cuestión que, como la de la espiritualidad, me rebasa, felizmente.
El nuevo papa se muestra comprometido hasta las entretelas del corazón por una iglesia distinta. ¿Francisco I? No: Francisco II, pues su nombre elegido por él mismo, lo obliga a entregarse a la hermana Tierra, al hermano sol, al hermano lobo, al hermano hombre, con la fraternidad llena de luz austral que tanta falta hace al mundo.