En su libro ‘Redentores, ideas y poder en América Latina’, Enrique Krauze, en el capítulo titulado La historia como autobiografía, analiza la personalidad de Hugo Chávez. Recuerda que el coronel ha reconocido que fue un lector asiduo del ideólogo marxista Plejánov y que su ensayo, ‘El papel del individuo en la historia’, le produjo una “honda impresión”.
Después de esas lecturas, Chávez concluyó que, para asegurar el triunfo de una revolución, hay que cumplir un proceso de endiosamiento de un líder. Encontró en la extraordinaria personalidad de Bolívar al símbolo apto para cobijar y dar prestigio a su credo socialista, importándole poco que las ideas del Libertador, influenciadas por las revoluciones americana y francesa, fueran opuestas a las proclamadas después por el marxismo, lo que originó los feroces ataques de Marx a Bolívar. Chávez falsificó a Bolívar y buscó mistificarlo. Al mismo tiempo -en un esfuerzo intelectualmente vano pero políticamente útil- se proclamó heredero de Bolívar, su reencarnación moderna, para dar legitimidad bolivariana a sus arbitrarios designios en el marco ideológico del socialismo del siglo XXI. (¿Y no sucede lo mismo en nuestro Ecuador con la santificación laica de Eloy Alfaro y los arrebatos de quien pretende reencarnarlo como heredero y pariente?).
Chávez defiende la necesidad del caudillo y afirma que es el instrumento del “ser colectivo” que le confiere poderes míticos para ejecutar su labor de transformación. Confiesa sin tapujos que el caudillo se justifica ante la historia por la finalidad que persigue y por haber sido elegido por el pueblo. De esta manera no solo llega a bastardear el significado de las elecciones libres en una república democrática, sino que usa los procesos electorales como argumentos para destruir los valores en los que se afirma una verdadera democracia. En las antípodas de Bolívar, Chávez adopta la idea de Hegel y cree que el conductor del pueblo no puede estar sujeto a la misma ética que el resto de los mortales. De allí al superhombre de Nietzsche no hay sino un paso.
Situado más allá del bien y del mal, Chávez busca reescribir no solo la historia, sino hasta redefinir los caracteres físicos del símbolo revolucionario: todos hemos visto, estupefactos, la nueva imagen de Bolívar, presentada hace poco, en la que, con irrespetuosa audacia, recoge prejuicios, inclusive de carácter étnico, mientras dice luchar contra las discriminaciones.
Chávez se siente guiado y cree ser el intérprete de un ser superior que sabe lo que el pueblo necesita, mientras el papel de este último queda reducido a participar en simulacros de elecciones y aplaudir al hombre predestinado para salvarlo. “Yo nunca me equivoco” suelen decir tales caudillos mientras acumulan -sin rubor- todos los poderes.