Me quedé petrificado cuando vi la mueca con la que el señor gritaba esto. ¡Lo decía de verdad! Poco después vi en los medios los insultos racistas que se coreaban en las contramarchas.
Al mismo tiempo me he espeluznado al ver los manifestantes echar por tierra los cántaros de leche. ¡Pero si somos un país pobre! ¡No nos sobran los alimentos! No se diga los cientos de videos y reportes de saqueos, agresiones a vehículos y tiendas particulares; he sentido que ya no somos un país civilizado.
He sentido que ya no somos un país civilizado, vale la pena repetirlo porque, ¿qué nos daba esa cualidad?
Al respecto tuve un intercambio revelador. En el Centro de Quito, donde vivo, pregunté a un manifestante que cargaba un palo largo, “¿Pero por qué destruyen la ciudad, si es nuestra?”
Su respuesta me explicó gran parte del Paro y la violencia, que estaba siendo indescifrable para mí. “Nunca lo ha sido, nunca ha sido nuestra.” Entonces, me golpeó, como un chirlazo, la verdad de que en este país nunca nadie se preocupó de consolidar un contrato social.
Se lo explica muy simplemente. Convivimos entre extraños en un mismo lugar. Para que la vida entre extraños sea posible, para que no nos matemos unos a otros, hay un contrato abstracto de civilidad. Acordamos todos respetarnos, “tu tienes derechos, yo tengo derechos”. Esto es el fundamento que permite cualquier desarrollo. A partir de esto, las universidades, los parlamentos, la diversión, el bienestar. Sin esto, no hay la mínima democracia.
Cuando ese manifestante me contestó, me quedó claro, hay gente que nunca fue parte del contrato social. Excluidos, alienados, recluidos, despojados de oportunidades, de reivindicaciones reales de igualdad.
“¡Que se vayan a sus chacras!”, pues de allí salen, de ese confinamiento. Salen del subdesarrollo, vienen del alcoholismo que produce la desesperación por la falta de alternativas. Si no lo entendemos, les apuesto que esto se repetirá.