Anticipándome a los pregones que, sin duda, el mundo literario se apresta a lanzar, quiero evocar la figura de Albert Camus, escritor francés nacido en Mondovi, Argelia en 1913 y cuyo centenario recordaremos el próximo año. De padre francés y madre española, Camus conoció desde la infancia privaciones y abandonos. Su progenitor, un obrero agrícola, murió combatiendo por Francia durante la I Guerra Mundial. Huérfano desde niño, creció en medio de la pobreza bajo la mirada lejana de una madre silenciosa y enferma. El fervor de su adolescencia ardió entre dos pasiones: la actividad teatral y el deporte. Actor y dramaturgo en el escenario; futbolista en el estadio. Y aunque la tuberculosis minó su salud, desde temprano, culminó estudios superiores con una tesis sobre Plotino y San Agustín, los dos tan africanos y mediterráneos, como él.
Cuando fui adolescente descubrí a Camus a través de sus libros: ‘El extranjero’, ‘La peste’, ‘El hombre rebelde’. Libros esclarecedores que tuvieron la virtud de revelarnos el estado espiritual de esa época: la del desprecio; edad en la que los dioses habían muerto entre los escombros de un mundo deshecho; la ominosa cosecha de una historia marcada por el fascismo, el estalinismo, el nihilismo y más ideologías que despreciaron la inteligencia y exaltaron el servilismo y el odio.
Mi generación (la del 60) forjó su pensamiento bajo la tutela del existencialismo. Sartre, Camus, Heidegger fueron leídos y admirados por nosotros, escritores en agraz que mirábamos, desde la hondada andina, el espectáculo de luces que desde la Francia de posguerra se lanzaba al firmamento de las ideas. Para muchos de mi generación, Sartre marcó su camino. Huraño y brumoso, con su pipa y mirada estrábica, él siempre me pareció un normalista adusto de quien difícilmente uno podía ser amigo. Preferí la amistad del argelino; su jovialidad mediterránea y hedonismo equilibrado y su exaltación de la libertad y solidaridad se avinieron mejor con mi temperamento. Mi primer libro: ‘Humanismo de Albert Camus’, da cuenta de tales fervores.
El ‘Discurso de Suecia’ pronunciado por Camus en 1957, al recibir el Nobel, es una síntesis de su ética como escritor. Sus palabras siguen tan actuales como iluminadoras: “El escritor no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte… El escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva que le justifique, a condición de que acepte las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio de la verdad y el servicio de la libertad. No puede acomodarse a la mentira y a la servidumbre. La nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia a la opresión”.
Columnista invitado