Con mi hijo que estudia becado en Austin organizamos los domingos unas cenas Skype de gran postín. Para los no iniciados, el asunto consiste en instalar las computadoras en las respectivas cocinas, conectarse al programa Skype e ir preparando y despachando la cena sin dejar de charlar y brindar. Aunque lo hemos hecho muchas veces no deja de admirarme la proximidad e inmediatez de la pantalla: mi hijo está allí, a la manito, virtualmente sentado en la prolongación de la mesa.
Recuerdo cómo era de lenta y lejana la comunicación cuando era yo quien estudiaba en California, en los tiempos del hippismo, y cada carta enviada desde Manta tardaba unos 12 días en llegar y otro tanto en volver con la respuesta. Rasgar el sobre, alisar los pliegues y leer con detenimiento era un acto ritual, como también lo era el escribir con ingenio, buena letra y sin faltas de ortografía. El género epistolar gozaba aún de salud y prestigio, ¿quién podía presagiar que caería masacrado por mails, chats y mensajitos de celular?
Pero tampoco soy de los que chapotean en la nostalgia de un ‘tiempo mejor’, que solo era mejor porque nosotros éramos jóvenes. No: el talento humano siempre apunta hacia delante. Por eso, al comentar estos encuentros Skype con un amigo (dejando de lado sus posibilidades eróticas), especulábamos que no falta mucho para que la imagen salte de la pantalla convertida en holograma, es decir, en figura tridimensional que flota y husmea por la cocina, así que tampoco me ha sorprendido descubrir que eso es lo que pasa en una novela futurista de Rosa Montero: ‘Lágrimas en la lluvia’. Eso, y muchas fantasías más. Fantasías que no son sino proyecciones, muy bien logradas por la española, de pasiones y conflictos actuales hacia el mundo del siglo XXII, poblado de androides, alienígenas, conspiraciones y detectives alcohólicos.
Me corrijo: el talento también apunta hacia atrás. Porque el sueño de los sueños es construir la máquina del tiempo que nos permita viajar hacia el pasado. Sabemos por la física cuántica que existen realidades múltiples, tiempos diversos en función de la velocidad, universos innumerables, y sabemos que un día lo lograremos. Lo que significa que cualquier día de estos podremos recibir desde el futuro ¡la visita de un tataranieto!
Por ahora nos contentamos con pasar la mano y la imaginación sobre los objetos antiguos. Para no cambiar de ejemplo, leo en el ‘New York Times’ que se expande entre los jóvenes la onda de recuperar las viejas máquinas de escribir, las Underwood, Smith Corona o la Olivetti Lettera portátil que usaba yo. “Se trata de la permanencia, de no poder pulsar ‘delete’”, declara un comprador. De acuerdo: las palabras duraban y pesaban más, y siguen pesando, estampadas en el papel. ¿O no, obstinado lector?