Me alejo por un instante del horror que hemos vivido estos días para hablar de Cecilia, una mujer que supo ser luz cuando la oscuridad era total, y que incluso en los peores momentos tuvo la fortaleza de mostrar una sonrisa y regalarnos esa mirada serena que la caracterizaba.
Hay personas que han estado presentes en nuestra vida y nos dejan una impronta imborrable aunque solo hubiera sido por un paso fugaz; o, como en el caso de Cecilia, cuya imagen resulta infaltable desde los recuerdos remotos de la infancia, retenidos en postales inolvidables de aquellos multitudinarios paseos familiares a La Calera, cuando se empezaba a formar esa tribu generacional de primos y hermanos, y ella era una joven esposa que apenas se estrenaba en el oficio de ser madre.
En esa época, Cecilia se convirtió en el alma de aquella casa de la avenida Miraflores, en Ambato, que muchos años antes nuestros abuelos habían convertido en el Hotel Florida y que, tras su partida, fue adquirida por la familia política de Cecilia y conservada hasta hoy, con los cambios que la modernidad y la nueva hostelería exigen, pero que aún alberga en su interior, en sus salones y habitaciones, y en la vieja casona verde del patio trasero, junto al enmarañado árbol de guabas, la memoria de quienes la habitaron y la llenaron de amor, alegría e ilusiones: los abuelos antes y hoy también ella, que está presente en cada rincón, en cada detalle de esa casa que para todos nosotros es un cofre de anécdotas y memorias felices. Los caprichos del destino convirtieron a Cecilia y a José Rafael, su esposo, en parte de nuestra familia más cercana. Desde entonces, en las reuniones, eventos y celebraciones, en los trances y desdichas, por supuesto, ella estuvo siempre junto a nosotros.
Hoy recurrimos a las fotografías, a las conversaciones o a los recuerdos para hablar de Cecilia, para celebrar su vida, para extrañarla. Sin duda, sus hijos, sus nietos y su esposo, la añorarán más que nadie, y sentirán su presencia viva, luminosa, en las tierras frías de Laigua, al pie del Cotopaxi, así como en la casa de Ficoa o en el querido Hotel Florida, que encierra quizás una de sus imágenes más claras, la de aquella mujer infatigable que parecía estar en todos los lugares al mismo tiempo.
Dice Borges: “¿Dónde está la memoria de los días que fueron tuyos en la tierra, y tejieron dicha y dolor y fueron para ti el universo?” Hoy solo apelo a mi memoria para ver a Cecilia siempre risueña, amable hasta el extremo, dulce y abnegada en su papel de madre y abuela, renaciendo una y otra vez en sus hijos y en sus nietos que le darán vida por un largo tiempo.
No quisiera volver a la realidad, no quisiera salir de este trance maravilloso que es recordar. No quisiera volver a las tinieblas de los últimos tiempos. Me gustaría seguir aquí, en esta ensoñación, rescatando imágenes de los que ya no están para devolverles por un instante la vida. A la memoria de Cecilia Maldonado de Sevilla.
ovela@elcomercio.org