Para reexaminar nuestras creencias y actitudes, es útil preguntarnos ¿Por qué creo eso? o ¿por qué tengo esa actitud? Al hacerlo, es crucial distinguir entre dos formas de entender “por qué”: de un lado, referido a las causas por las cuales hemos llegado a pensar o sentir algo; y, por otro, a las razones por las cuales esas creencias y actitudes son válidas.
Las causas son externas hasta que asumimos el desafío de definirnos nosotros mismos. Todos hemos sido condicionados por las creencias y las actitudes de nuestros padres y por los paradigmas dominantes en el medio en el que crecimos. Para ilustrar, cuando he preguntado a mis alumnos el porqué de sus creencias religiosas, la respuesta en la vasta mayoría de casos ha sido que así fueron criados. Esa es una respuesta legítima: están revelando la fuente o causa de sus creencias.
Distinto es entender la pregunta de por qué en términos de cuáles pudieran ser las razones que sustentan y hacen válida una creencia. Podemos ver la distinción entre “por qué–causa” y “por qué–razón” en relación con el racismo. Algunos de mis alumnos admiten ser racistas. Muchos acusan a sus padres y casi todos acusan a sus abuelos de serlo. Nuevamente, como en el caso de sus creencias religiosas, los y las jóvenes en mis clases universitarias reconocen que ese racismo nace, en la mayoría de casos, de condicionamientos irreflexivos y de tradiciones culturales, y no de una consciente reflexión que ha culminado en conclusiones analíticas.
¿Qué ocurre ante la pregunta de si es razonable ese desprecio por indígenas, afrodescendientes, mestizos u otros grupos étnicos, todavía tan común en nuestra sociedad? Unos pocos buscan justificarlo, pero la mayoría lo condena: formulan el juicio de valor de que ese racismo no es ni razonable ni defendible en términos lógicos o éticos. Es ese juicio de valor, a favor o en contra, más allá de la simple explicación de sus causas, adonde debe llevarnos el reexamen de nuestras creencias y actitudes. Al formular ese juicio, asumimos a plenitud la responsabilidad moral de ser los arquitectos de nuestra propia realidad, no meros transmisores inconscientes e irresponsables de las creencias y las actitudes de otros.
Si luego de formular ese juicio de valor reconfirmamos las creencias y las actitudes que antes teníamos, estas asumen una firmeza esencial de la que no gozaban antes: a la pregunta de por qué, la respuesta ya no es “porque así me criaron”: se vuelve más bien una respuesta razonada, que podemos sustentar aunque otros no coincidan con ella.
Si, al contrario, juzgamos que las creencias y las actitudes que hemos reexaminado no son lógica ni éticamente defendibles, el desafío se vuelve cambiarlas por otras que nos permitan ser coherentes con nuestros valores y con nuestra libertad de decisión.