Es posible que a muchos de nuestros conciudadanos no les importe demasiado lo que está sucediendo en Cataluña, pero creo sinceramente que, en este mundo globalizado, todos tendríamos que aprender algunas lecciones de los demás.
Gracias a Dios, en Cataluña todavía no ha ocurrido nada irreparable. Tras el llamado del Rey a restaurar el orden constitucional, la salida a la calle de la Cataluña diversa, la fuga de numerosas empresas, la falta de apoyo de la UE y la aplicación por parte del gobierno central del artículo 155 de la Constitución, toca ahora enfrentar unas elecciones que puede que pongan las cosas en su sitio, lo cual no quiere decir que el independentismo no siga activo en gran parte de la sociedad catalana.
Lo cierto es que las cosas no estaban tan claras como Puigdemont y Junqueras pretendían. Ellos y cuantos en la sombra movían los hilos.
Implicarnos a los ciudadanos como comparsas de su proyecto deja en evidencia hasta qué punto los líderes catalanistas han dejado comprometida la convivencia no sólo con el resto de la España plural, sino entre los propios catalanes. Lo peor no es el precio económico que hay que pagar por la aventura de estos meses, sino la fractura de una sociedad en la que generaciones, migrantes, familias y ciudadanos tengan que vivir sólo para el reproche, el enfrentamiento o la exclusión.
En democracia podemos disentir, pero lo que no podemos es romper la baraja de la institucionalidad. Significa esto que no se puede ignorar la voluntad de los catalanes que no quieren la independencia, apoyándose en una legalidad a la medida de intereses particulares. A estas alturas y después de todo lo sucedido, ¿alguien puede creer que el referéndum que se pretendía celebrar era suficiente para comprometer el futuro de todos? Resulta difícil, por no decir imposible, en medio de la embriaguez de unos y de la indignación de otros, entablar un diálogo clarificador. Por eso, llegados a este punto, lo mejor es que las urnas digan dónde está cada cual. No es suficiente con que los líderes políticos busquen imponer sus tesis a cualquier precio.
Cuando esto ocurre la democracia se desvanece. El irrespeto de la institucionalidad es siempre el preludio de la catástrofe. Vale para Cataluña y vale en todas partes.
Cataluña es una referencia de lo que puede pasar en cualquier parte. La preocupación, tras la firma del Tratado de Roma, era que en Europa no pudieran darse nuevamente fenómenos como el fascismo, el nazismo, las guerras mundiales, … se trataba de suscitar un espacio con principios y valores como la democracia, la libertad, el Estado de derecho y el respeto a la ley. Lo cierto es que ni Europa se libra de populismos.
Lamentablemente, lo que está en juego es el futuro no sólo de España como nación, sino de un proyecto de convivencia civil que sepa integrar las diferencias y que nos afecta a todos.