Hace muchos, muchos años, tantos que he perdido ya la cuenta, vi una película tremebunda cuyo argumento he olvidado, sin que sus imágenes hayan podido borrarse del todo.
Grabadas en un profundo rincón de la memoria, han vuelto ahora como una premonición y vuelvo a ver al malvado en el viejo caserón, cuando una tormenta inunda los pisos inferiores mientras los vientos fustigan las ventanas. Entonces la techumbre empieza a desmoronarse poco a poco mientras se abren grietas enormes en las altas paredes y la escalera se desploma con un estrépito espantoso. Al final, del viejo caserón solo resta un montón de escombros bajo los cuales queda el malvado para siempre.
De tiempo en tiempo he recordado esas imágenes: si han vuelto ahora es porque me parece que el Ecuador está sufriendo una tormenta semejante y siento el rechinar de sus cimientos. No se trata solamente de la pandemia y el secretísimo plan de las vacunas. Tampoco se trata solamente de la economía, el desempleo, ni de la asfixia que sufren las empresas. Ni siquiera se trata solamente de la educación, cuyo sistema es un fracaso adornado con canciones infantiles. Se trata también del imperio de la delincuencia, la corrupción y el crimen elevado a niveles inauditos de crueldad en el mismo interior de aquello que por ironía se ha llamado “sistema de rehabilitación social”. Se trata, además, de la política, deformada hasta convertirse en un hato de intereses y mentiras, y de una sociedad sin memoria que alimenta ingenuas esperanzas justo allí donde solo nos espera el cuarteamiento de la casa. Sin partidos ni debates verdaderos, nuestro país se deja zarandear por cuanto aventurero aparece con ínfulas de sabio o de Pericles, y se somete, para colmo, a una autoridad electoral que por incompetencia o por las deficiencias de la ley, o por ambos motivos, ha hecho todo lo necesario para dar el olor de los fraudes a todas sus acciones, incluso cuando por excepción son las correctas.
Lo más grave, sin embargo, es la desintegración moral de una sociedad a cuyos ojos los valores no son más que un estorbo que se puede arrojar a la basura. Vivimos bajo el imperio de la liviandad, el oportunismo y la indolencia; la verdad es lo que dicen las encuestas; la solidaridad, un enojo; la compasión, una flaqueza. Hijos de un mundo perverso y enfermo, preferimos las curiosidades de Facebook a la incomodidad de las dudas; no queremos pensar, sino dejarnos llevar como un bote sin remos…
¿Qué podemos hacer por el Ecuador, amigos lectores? ¿Cómo recuperar nuestra nación, múltiple y una? ¿Cuándo nos decidimos a realizar una cruzada que, por encima de todas las tendencias, sea capaz de recuperar la dignidad y la cordura, para enterrar de una vez las fuerzas disolventes y las enajenaciones, y enderezar al fin nuestras instituciones tan maltrechas? ¡No podemos permitir que se nos derrumbe la casa y que sus escombros nos sepulten!