Corrían los finales de los cincuenta cuando te conocí, Alberto. Sabio y bueno como eres, la feligresía de Santa Teresita se galvanizaba con tu palabra iluminada a favor de los desposeídos. Pequeño, sosegado y vivaz, inmune a las veleidades terrenales, lúcido y creador, cincelado en el metal más noble y obstinado, así te guardo.
En Ecuador se alzaba la figura magra y austera de un caudillo ilustrado que recordaba la de nuestro Padre Señor Don Quijote, descarnado, autoritario, violento, pero que era la encarnación del vacío. Y el poder aborrece el vacío. Nuestra amistad devino hermandad y con qué hondura la disfrutamos. Años más tarde milité en un movimiento de izquierda, dejé de verte con la frecuencia a la que me había acostumbrado. No pasó mucho tiempo, el muro de Berlín y la Unión Soviética se convirtieron en cenizas. Sin embargo, los seudorrevolucionarios: resentidos, fracasados, sahumeriantes de oficio, siguieron practicando turismo y beneficiándose de becas, homenajes, corruptelas y medallones en los países donde proclamaban un novelero socialismo siglo XXI.
¿Qué es la historia, Alberto? ¿Creación perpetua, una presunción, la crónica estampida contra lo impensado, un tiovivo para peleles? Caminar prodigando tu humanidad a manos llenas, no solo consolando a los pobres, sino sembrando, bregando, construyendo con ellos, signan tu proverbial existencia (siento y hablo en presente).
Nuestro reencuentro fue para siempre. A la primera de bastos, te confesé que nunca he sentido que perteneciera a ningún sistema. Cánones, dogmas, ortodoxias: las fuerzas contras las cuales he combatido. Tú solo sonreíste con esa intensa luz interior que brota como un aura de tu ser.La amistad, Alberto, es trabajo arduo y magnífico. ¿Qué tiene el poder que no sean deberes? ¿Por qué la mayoría de poderosos se deifican y corrompen?
Bajo tu égida he procurado ser mejor. No sé cómo lo conseguiste, pero me acercaste a Dios, Alberto.
Mi dogmatismo fue derrumbándose libro a libro, suceso tras suceso. Claro, recordando a Alain, tú sabes que pertenecemos “a la eterna izquierda, la que nunca ejercerá el poder que por esencia se inclina al abuso”. (Aún hay que recurrir a estas palabras que se han tornado humo). Tu hermandad, Alberto, es de lo poco grande que me afirma. Nadie como tú ha escrito con tanta magnanimidad sobre mis modestos libros.
Decidiste recluirte. Mi miedo me ha impedido ir a abrazarte: ¿me habrás perdonado por no haber elevado mi voz reclamando a la política canalla que te condecoró a sabiendas de tu ausencia? Dicen que te has “apagado”. Imposible, Alberto, yo te conozco, siempre seguirás combatiendo junto a los olvidados de la tierra, porque esa es tu liberación y tu resplandeciente cautiverio.
Pero sobre todo, estoy seguro, volveremos a brindar por todo lo que hemos perdido y encontrado: la libertad, las cadenas, la alegría, y ese cariño oculto que nos arrastra a buscarnos a través de toda la tierra.