Hablo de lo que he visto y vivido. Hoy que está en marcha una reforma universitaria es clave recordar las carreras más llamativas que se fueron poniendo de moda entre la clase media quiteña desde que, en los años sesenta, irrumpieran los economistas con ese enredado lenguaje que les ganó el mote de ‘kikuyos’, por la hierba indestructible que invadía parques y jardines. Técnicamente eran cepalinos y desarrollistas, creían en la sustitución de importaciones y la planificación del crecimiento; sus templos máximos fueron la Junta de Planificación y el Banco Central. Pero les faltaba condumio social y político. Entonces arribó la sociología en la valija de un graduado en París, Agustín Cueva. Nadie, ni los maestros ni los alumnos (incluido este servidor), sabía qué estudiaba en concreto esa flamante disciplina que consistía en leer a los brincos libros de marxismo y estructuralismo, hablar más difícil que los ‘kikuyos’ y salir en ruidosas marchas contra el quinto velasquismo.
El boom petrolero permitió a las dictaduras militares ampliar el aparato estatal y asimilar a las primeras confusas camadas de sociólogos, que pasaron el testigo a Antropología de la U. Católica. Lo indio, lo campesino, lo ancestral se puso de moda y los/las (más las que los) antropólogos salieron a los campos de la serranía donde se estaba gestando el movimiento indígena. Al principio eran trabajos creativos y sacrificados, de ponerse el poncho literalmente, hasta que una rama engarzó con la onda ecologista y los jugosos efluvios de las oenegés.
Para los años ochenta la urbe se había transformado y el consumo generaba nuevas aspiraciones. Los que apuntaban a donde estaba la riqueza estudiaban petróleo, Administración de Empresas, Marketing; quienes tenían aptitudes plásticas se inclinaban hacia el Diseño Gráfico, que dio un brinco con las computadoras. Pero la gran moda, alimentada por la TV, fue la carrera de Comunicación, tanto así que a mediados de los noventa escribí un artículo: ‘Muchachos no estudien Comunicación’, en el que llamaba la atención sobre el exceso de chicos/as que anhelaban ser Milagros León o Carlos Vera. Esos puestos son pocos y están tomados, argüía, no hay cama (ni pinta) para tanta gente. En efecto, muchos periodistas frustrados derivaron a las Relaciones Públicas, la Publicidad, la migración.
La crisis argentina del 2000 dio un inesperado golpe de timón al asunto. Como estudiar en Buenos Aires resultaba más barato que hacerlo en una universidad privada criolla, oleadas de chicos de familias más o menos pudientes partieron allá.
La nueva atracción eran el Cine y la Gastronomía, dos lindas carreras, sí, pero ¿dónde va a trabajar tanto chef y cineasta que regresa? Quizás la reforma actual, que apoya las profesiones científicas y técnicas, defina mejor el panorama.