Hace varios años escribí en mi Enciclopedia que una de las mentiras convencionales de la vida pública es el famoso “carisma” que suele atribuirse a los políticos exitosos.
En el habla popular se dice que tienen “ángel”, “glamour”, “magnetismo”, “imán”, “magia”, “aura”, “duende”, “charm”, “gancho”, “hechizo”, “encantamiento” o “un no sé qué”.
El carisma es una fabricación “industrial” de los “hacedores de imagen” y de los gurús del marketing político. Ellos contribuyen con mucho de ilusionismo publicitario y de coreografía política a la fabricación del carisma, porque saben bien el inmenso valor que las imágenes tienen —y siempre tuvieron— en la vida de los pueblos, desde las máscaras griegas y el símbolo de la cruz hasta las proyecciones televisuales de la videopolítica contemporánea.
El carisma es un bien muy antiguo. Una de las primeras manifestaciones de carisma que nos legó la historia fue la del brujo primitivo de la tribu, que para alcanzar su condición carismática se vestía y adornaba estrafalariamente, invocaba el poder de los dioses, entraba en trance y realizaba sus ritos ante la mirada pasmada y la admiración boba de la gente.
Hoy, en la era digital, la indumentaria del hechicero ha sido suplantada por las figuras forjadas por los “hacedores de imagen” y los gurús del marketing político —que saben manejar la parafernalia del poder y la comunicación de masas— y por la magia de los mass media. Aunque hay que reconocer que a veces ellos cuentan con la base de personas que tienen prestancia social. Quiero decir con esto que el carisma no es un efluvio del político sino una fabricación externa, no nace dentro sino que viene de fuera, no es una irradiación sino un don extríseco. No es el carisma el que conduce al éxito sino que el éxito es la fuente del carisma. Un ejemplo reciente: Ollanta Humala.
Es importante distinguir entre la inteligencia, la cultura, la vitalidad y la eficiencia de un líder político, es decir sus virtudes intrínsecas, y la fabricación ingeniosa de una imagen sugestiva y magnificada hecha por medios artificiales, con el apoyo de la moderna tecnología de comunicación de masas.
Y mucho tienen que ver en todo esto los acontecimientos espectaculares que a veces rodean al político. Winston Churchill y Charles De Gaulle, sin el entorno de la guerra mundial, probablemente no hubieran alcanzado tanto prestigio; y de no mediar la crisis de los misiles de 1962 con la Unión Soviética y el dramatismo de su muerte, la valoración de John Kennedy habría sido diferente. La imagen de Fidel Castro, independientemente de su heroico asalto al Cuartel Moncada y de su impresionante lucha en la Sierra Maestra —comenzada por 12 guerrilleros contra el ejército de Batista—, hubiera sido otra de no mediar su enfrentamiento con la potencia más grande de la Tierra.