La historia política del Ecuador demuestra que los grandes caudillos han surgido de las grandes crisis, para poner orden y muchas veces también para ofrecernos gentilmente su mano dura. Así por ejemplo el general Juan José Flores -el primer presidente venezolano del Ecuador- regresó al poder después de Vicente Rocafuerte, sobre todo con el objetivo de lidiar con los problemas fronterizos con Nueva Granada (que así se llamaba Colombia). Así también Gabriel García Moreno, que es más precursor de la revolución ciudadana de lo que se podría creer, tuvo su momento de gloria en 1860 cuando el general peruano Ramón Castilla bloqueó el golfo de Guayaquil y firmó el Tratado de Mapasingue con el gobierno contrahecho de Guillermo Franco. El acuerdo con Perú, de acuerdo con Cordero Aguilar, “tuvo, sin embargo, la virtud no buscada de unificar a la opinión pública ecuatoriana en contra de Franco. Quito, Loja y Cuenca depusieron sus diferencias y se unieron en una gran cruzada nacional contra Guillermo Franco. Juan José Flores se ofreció a comandar las tropas. García Moreno y el Gobierno Provisorio de Quito se reconciliaron con Flores, aceptaron su espada y lo nombraron Jefe Supremo del Ejército”. (Nueva Historia del Ecuador) Finalmente, el tan en boga Eloy Alfaro fue el llamado a reemplazar las viejas arquitecturas del Estado terrateniente y clerical y de poner los primeros cimientos de la modernidad.
Con todo lo anterior como abrebocas quiero argumentar que la revolución ciudadana ha encontrado sus tesis y sus gérmenes en el fracaso del gobierno de Jamil Mahuad, que yo sepa el único presidente ecuatoriano que no tiene ni partidarios ni seguidores. Aunque Mahuad haya cerrado la frontera con Perú y aunque haya instalado sin querer queriendo la dolarización -quizá los dos elementos más importantes de la actual estabilidad- no hay gobierno más odiado que el suyo. La revolución ciudadana llegó para arrebatarnos de las garras de lo que la administración Mahuad significó: la prevalencia de la banca (lo que antes se llamaba la plutocracia), el “entreguismo” al capital internacional y a los organismos de crédito y la política de las élites. Así, la revolución es un regreso al viejo orden, un ‘comeback’ del nacionalismo aislacionista, de la recuperación de la patria (con ciertos tufos fascistoides), de la glorificación del líder como centro de gravedad de todo. Es decir, se enmarca en los ciclos de nuestra historia política crónica y repetitiva: el sistema político que se derrumba, la aparición del desorden y el surgimiento de un jefe que nos seduce. Les apuesto a que no se habían sentado a pensar cuánto le debe el correísmo al mahuadismo.