En cuanto a la seguridad de las personas, en particular de los trabajadores, el suceso de la muerte de una pareja en el túnel de la calle Tufiño, Quito, debe traernos a meditación la otra cara. La primera es la irresponsabilidad de contratistas al no exigir a sus trabajadores que observen las normas de seguridad en la labor. La otra, la conducta de los propios trabajadores que o no se interesan por su seguridad personal; o, peor, desatienden y desacatan instrucciones y órdenes de los contratistas.
En estos días están pintando la fachada de un edificio; y, para ello, arman un andamio -en el caso concreto- de por lo menos 8 ó 10 metros de altura. A los pintores se los ve subiendo y bajando por los tubos que forman el andamio, sin seguridad ni precaución alguna. Si alguno cae, sufrirá lesiones graves, o la muerte misma .
Más allá, en un taller mecánico se ve al soldador que no utiliza la mascarilla para defender su vista de la alta luminosidad que producen los electrodos; usa apenas una hoja de papel para cubrir la faz.
Si en alguna fábrica la maquinaria provoca ruidos fuertes y constantes, es posible concluir que afectará a los oídos y en un tiempo más o menos corto podría sobrevenir la sordera. Pero dentro del local estaban mascarillas, aparatos para cubrir los oídos, gafas protectoras, cascos, guantes y más implementos de seguridad… pero no los usan .
Hay personas expertas en excavar pozos artesianos, o en limpiar su fondo.
Una persona desciende hasta el fondo sujeto por una cuerda; una vez lleno el balde con el lodo que se ha recogido, los que están afuera izan el recipiente hasta la superficie. Si no cuentan con una cuerda firme, en ocasiones por el peso, se rompe y cae sobre la cabeza del que está abajo. La muerte es inevitable .
Similar peligro corren los expertos en podar árboles, fumigar sembríos sin usar mascarilla protectora, etc., etc.
Y en todas partes. El 23 de julio colapsó un muro en la construcción del muy amplio y cómodo Palacio Legislativo: dos muertos y tres heridos.
No todo es culpa de contratistas y empleadores.
Volvemos a la irresponsable costumbre de creer que “no ha de pasar nada”; que “Dios no ha de permitir”; que “nadie muere la víspera”.
Y cuando se produce el suceso provocando heridas, parálisis total o parcial de la persona; y hasta muerte, los parientes caen en llanto; al muerto lo sepultan y se escucha una especie de sentencia absurda: “es el destino”; “le llegó la hora”. De inmediato, inician las “investigaciones”, cuyo fin es conocido.
Toda medalla tiene dos caras: la irresponsabilidad es de los unos y de los otros.
Una gran campaña de educación sobre seguridad laboral podría ayudar por lo menos para atenuar estas penosas tragedias que, más allá de los damnificados, afectan también la economía de las familias y de la nación en general.