¿De qué somos capaces?

Vivimos encerrados en nuestros intereses inmediatos y no somos capaces de mirar más allá... Bueno sería que nos preocupáramos no solo del costo de la canasta diaria, de los resultados de la selección nacional o de las últimas novedades tecnológicas, sino también del futuro del planeta en el que vivimos y en el que muchos, todavía demasiados, malviven y malmueren.

No hace mucho, el Papa hablaba a los jóvenes en el Meeting de Rímini y les decía: “Sed vigilantes, salvad el planeta”. Es esta una pasión y una necesidad. Toda persona de buena voluntad tiene que sentirse responsable de la tierra que pisa, del aire que respira, del agua que bebe, de la ecología de la madre tierra. No todo vale, y, menos, desde un planteamiento solo economicista. Ahora que nuestra región se abre a los megaproyectos mineros, hay que recordar a todos: al gobierno, a las empresas, a los técnicos, a las comunidades, a los ciudadanos... que ningún interés político ni ninguna institución financiera o empresa transnacional puede fortalecerse al punto de subordinar las economías locales y el futuro de los pueblos a sus intereses. Por encima del mero beneficio económico están los derechos sociales, culturales y ambientales de las poblaciones afectadas.

Las concesiones a la minería, industria, empresas hidroeléctricas, de hidrocarburos y turísticas (500 turistas gringos consumen más agua y electricidad que 50 aldeas de nuestros páramos) deben respetar las normas medioambientales, según los estándares mundiales, restituyendo y regenerando la naturaleza. Hoy más que nunca necesitamos políticas extractivas de rostro humano. Como creyente, pienso que los cristianos (y cualquier persona que haga de la dignidad su bandera) no podemos ser meros espectadores. Lo que está en juego es el futuro del planeta y de nuestros herederos. También en este tema los pobres son los que pagan y pagarán más los efectos de una ecología mal planteada. Ellos son los que menos contribuyen al problema, pero son los que pagan el precio de nuestra explotación y negligencia.

La pregunta es si el mercado va a resolver las crisis ambientales...

El mercado, en general, ve la naturaleza como un medio de producción y su relación con ella está marcada por la utilidad. La Iglesia tiene una clara convicción: la crisis ecológica solo podrá ser afrontada desde la ética y desde los equilibrios éticos. No solo hay que producir y ganar dinero. Hay que pensar en el planeta, en el ser humano, en su futuro y en su felicidad.

En nuestra mente se dan algunos arquetipos sombríos y violentos que nos alejan de la benevolencia con la vida y la tierra. Cristianamente, diríamos que nos alejan del proyecto creador de Dios. Si somos capaces de destruir al hombre, ¿no seremos capaces de destruir la naturaleza? Si somos capaces de opacar, de matar a Dios, ¿no seremos capaces de destruir el mundo? Necesitamos recuperar actitudes de veneración y de respeto por todo lo creado. También en esto necesitamos amarnos a nosotros mismos.

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