El debate presidencial del domingo y las reacciones posteriores pueden servir de punto de arranque para explicar un fenómeno arraigado en todas partes y que es motivo de preocupación y estudio de cientistas sociales, comunicadores, politólogos y filósofos por los efectos en el sistema democrático, dado su alcance y a que ocurre en la opinión pública: la cultura de la cancelación.
¿De qué hemos sido testigos en las últimas horas? Insultos, acusaciones, burlas, descalificaciones y todo lo negativo que pueda sacar desde su fuero interno una persona movida por la pasión, la desesperación, la angustia, la euforia o cualquier otra emoción, hacia quien no comparte su punto de vista, especialmente cuando se trata de un tema que luce como reclamo de un derecho y que, consecuentemente, es políticamente correcto apoyarlo. Pongamos esto de manera más simple: quien contradiga o reclame la validez de un supuesto derecho se convierte en un reaccionario y, por tanto, merece recibir alguna condena.
En sociedades tan polarizadas como la ecuatoriana no se trata únicamente de estar en desacuerdo con uno de los dos bandos, ese no compartir, pensar de otra manera se paga con el arrinconamiento de quien ven como un desertor, traidor, ignorante, enemigo o cualquier otro adjetivo.
Los abuelos solían decir que se hacía “carga montón” a una persona cuando todos le decían algo, normalmente que lo alteraba u ofuscaba, hasta que la víctima terminaba en llanto y en silencio, sin ganas de volver a hablar. De hecho se aislaba.
Con las redes sociales ocurre algo parecido pero más grave. Por un lado, están quienes quedan como un cero a la izquierda por no compartir un criterio que se está imponiendo. No importa si es injusto o absurdo, solo es necesario que tenga pinta de cuestionamiento, para que quienes están subidos en la ola de la discusión se encarguen de destrozarlo y callarlo.
Por el otro lado, están quienes ni siquiera participan del debate y se convierten en espectadores. Son a quienes no les interesa participar en esas batallas -por las razones que fueran-, pero su criterio tampoco es tomado en cuenta. Con ello, se garantiza que se fortalezca más aún la idea de polarización en la opinión pública, porque solo participan los bandos que ven las cosas en blanco o negro. Lo demás desaparece.
Es en esa visión binaria que pierde la democracia, porque la visibilidad de la pluralidad termina licuada, engullida… Perder la pluralidad, no solo implica no ser capaces de ver varias posiciones intermedias en un determinado tema. Es también romper la confianza en ese mismo sistema, me refiero al democrático, que ha buscado garantizar derechos básicos como la libertad de opinión o de expresión y, en consecuencia, está en contra de la censura y autocensura que, de alguna manera, son empujadas por los mismos comportamientos que se dan por el uso de redes sociales.
La cultura de la cancelación también provoca más cuestionamientos a visiones más actuales e integrales de varios problemas. Es ideal para gobiernos autoritarios.
El gran desafío es salir de ahí y para conseguirlo hay que apoyar el hombro y pensar dos veces que estamos compartiendo y qué estamos debatiendo. En una época en que, por ejemplo, los derechos de las mujeres son de alta sensibilidad y es políticamente correcto reclamarlos, valdría la pena revisar si no estamos, con nuestros comportamientos, arrasando otros derechos.