Estamos finalizando el año escolar y los estudiantes, sobre todo de tercero de bachillerato, así como sus profesores y familias, están al borde del colapso. Todo se agolpa, todo al límite, el agotamiento invade, la emoción revienta. Cada vez es más cierta la llegada del final de un momento de la vida y el inicio de otro con mayores responsabilidades, pero sin certidumbres. Salto al vacío.
Los chicos y chicas sometidos a una tormenta de presiones, los trabajos finales, las evaluaciones, en particular una, las más temida desde hace una década, la prueba para el acceso a la universidad, que se transformó en el instrumento más expedito de discriminación y angustia para cientos de miles de jóvenes que, al no tener acceso a la universidad ni a ningún empleo, engrosa esa masa de rechazados que ni estudia ni trabaja, que se queda sin proyecto de vida y que en los más pobres se transforma en el semillero para el reclutamiento del crimen organizado.
El descomunal crecimiento de la delincuencia, de la inseguridad, del sicariato se concentran en los jóvenes entre 18 y 29 años. Además, son los que más sufren y son violentados. Para el 2019, según datos del Consejo Nacional para la Igualdad Intergeneracional, en este segmento de la población hubo en el Ecuador 412 suicidios, de estos 324 fueron hombres, 349 mestizos. De este mismo grupo 426 murieron en el 2019 por homicidio o agresiones físicas en peleas. Sin duda estos datos al 2022 se han incrementado.
Son tiempos de desgaste para las familias que se ven abocadas a gastos muy grandes, el paseo final, el baile de grado, los trajes formales, y la inminente inversión en la universidad. Algunos hogares con esfuerzos muy grandes o deudas pueden solventar, otros definitivamente, no. Entonces aparece el suplicio de unos padres y madres que tienen que aceptar su situación y pedir a los hijos “no vayas al paseo”, “no asistas al baile”, “no tenemos para la universidad”. Camino a la nada para esos jóvenes que dejaron de ser niños.