En estos días he acudido a El Cisne, sube y baja, baja y sube. Y por la carretera me he encontrado con imnumerables caminantes (¡especialmente jóvenes!) que peregrinan a los pies de la Virgen.
Hacen camino, cuesta arriba, entre esfuerzos y sudores, inmersos en sus pensamientos y rodeados de un paisaje bellísimo.
Viendo sus esfuerzos y adivinando su fe, me he preguntado por qué durante siglos el hombre no ha dejado de caminar a pesar de que, en apariencia, ya no le es necesario…
Para encontrar la respuesta tenemos que adentrarnos por los vericuetos del misterio del hombre y del misterio de Dios.
Hoy y siempre el hombre necesita salir de sí mismo para poder (parece una contradicción) entrar dentro de sí mismo…
Él sabe que el viaje más importante y decisivo es siempre el viaje interior.
La peregrinación te recuerda lo fundamental, tu soledad ante la vida y ante la muerte, ante tus grandes amores y tus pequeñas miserias… Por eso, para hacer el camino no se necesitan demasiadas cosas.
Más bien, uno descubre tantas adherencias, tantas cosas acumuladas e inútiles para vivir y para amar.
Reflexionar sobre uno mismo no es fácil, no hay tiempo y sí demasiadas tentaciones para perderlo.
Caminar no es buscar el misterio en lo ajeno, sino en lo propio. Y de lo propio también forma parte esta fe en que, al final del camino, encontraremos respuestas, consuelo y compasión.
Muchos somos los que sabemos que el mayor peligro es la alienación en un mundo masificado y sin sentido.
Caminar, caminar para saber y aprender a vivir con uno mismo, atento al sonido de los propios pasos y latidos. Sólo entonces uno descubre que no camina solo, que Dios camina al lado del hombre, peregrino de sus propias entrañas.
Precisamente si algo logra El Cisne (Santiago, Roma, Jerusalén) es hacernos entrañables, devolviéndonos el deseo de la inocencia perdida o hipotecada. Los peregrinos de El Cisne (y de cualquier lugar santo o laico) calman la propia vida y renuevan el compromiso de vivir y de hacer frente a la dificultad.
En lo alto de El Cisne está ella, mediadora entre la tierra y el cielo. Sólo falta dar un paso para tocar el misterio.
Muchos, a los pies de la Virgen, abren el corazón y descubren que dejarse tocar por el amor compasivo es suficiente. Y ese es el gran milagro.
Como buen gallego, vuelvo los ojos a Santiago de Compostela, meta de mil esperanzas, y recuerdo las palabras del viejo médico humanista Hieronymus Munzer: “Aquí estoy, solo por la fe, que salva a los hombres”.