La plaza, como la calle, son escenarios de lo público. Son destinos inevitables, dimensiones entre las cuales gestionamos la sobrevivencia, la alegría o la frustración. El rostro humano –y el inhumano- de las ciudades está en las “comunidades del semáforo”, en los mercaderes ambulantes, en el tráfico; está entre los peatones apresurados y los conductores agresivos; está entre los ciclistas que se aventuran a desafiar a la dictadura de los camiones, en el policía que bracea sus órdenes en el mar de la congestión. Está en nosotros.
La plaza, sin embargo, ha cambiado. Dejó de ser el centro de la ciudad, el punto de encuentro y referencia. Dejó de ser la aristocrática “plaza mayor” rodeada de los signos del poder: la catedral, la casa de gobierno y la alcaldía. Ahora es, apenas, espacio para el tumulto o sitio para la soledad nocturna, y es, cada vez con más frecuencia, mercado, escenario de malabaristas y vendedores de ilusiones. Y es, por cierto, teatro para que toda suerte de magos digan su discurso o canten su verdad. Y todo esto, además, porque para oficiar los ritos ya no se necesita balcón ni púlpito ni atrio. Ahora todo descendió al nivel de las aceras y de las masas, y se hizo más pedrero y más terrestre.
La calle, por cierto, ya nada tiene del viejo camino que fue su remoto antecesor, cuando las ciudades fueron aldeas, y los rascacielos, humildes y humanas viviendas de adobe y teja. La calle ahora es autopista y las aceras son sitios de parqueo; en ellas, los peatones son intrusos, incómodos invasores que obstaculizan el tránsito presuroso de los coches de nuevos ricos arrogantes, de gigantescos autobuses y de uno que otro jefe que endereza velozmente hacia destino nacional, entre sirenas y estrépito de guarda espaldas en motocicleta.
Salir a la calle es dejar nuestro espacio entre las cuatro paredes del hogar para sumergirnos en el mundo de lo público; es migrar de la intimidad que aún queda en la casa de cada cual, al espacio tumultuoso en donde el individuo no importa, donde el anonimato y la inseguridad imperan, donde somos desconocidos y transitorios integrantes de la masa. La deshumanización de la calle y de la plaza son expresión de la metamorfosis de la ciudad, que alguna vez fue espacio para vivir y trabajar, a esta selva de competencia interminable, rascacielos arrogantes y vías atestadas, que es la ciudad de nuestros días.
Queda la posibilidad de plantearse otro modo de vivir o, al menos, otra perspectiva para ver la ciudad, la calle y la plaza como prolongaciones de lo nuestro. Y como desafíos para cuidarlas y dolerse de ellas. Queda la posibilidad de irse al parque y encontrar que, más allá del tumulto, aun queda la sombra de un árbol, el viento del verano y un pedazo de cielo, que sigue intenso y azul como fue el de hace años, el de un Quito que ya no está más.