Valga la cantinflada de Nicolás Maduro de ‘decretar’ Navidad en octubre para recordar el calendario de los revolucionarios franceses que buscó introducir en la vida cotidiana el cambio y saturarla con su política. Si bien la revolución triunfó en 1789, Francia se constituyó en república tres años más tarde: el 22 de septiembre de 1792, considerado el primer día, del año uno, de la nueva era.
Para concretar un calendario republicano, la Convención Nacional creó una comisión de científicos que trabajaba también en la decimalización de pesos y medidas. En 1793 se aprobó su propuesta, que dividía al año en doce meses de 30 días, con semanas de diez días, y los cinco sobrantes se completaban con días de fiesta, hasta llegar a 365.
Basados en su interés por la naturaleza, los nuevos meses se referían a las características naturales que tenían en Francia: el primero, que iniciaba en septiembre, se llamó vendimiario (tiempo de vendimia), el segundo brumario (por la bruma) y así seguían hasta llegar a termidor (calor) y fructidor (fruta).
Cada día de fiesta se dedicaba a un atributo: día de virtud, del talento, del trabajo, de la opinión, de las recompensas y, si era bisiesto, día de la revolución. Aunque el nombre de los días de la semana no cambió, sí se reemplazó el santoral católico por festejos a la naturaleza y el trabajo: plantas, minerales, animales y herramientas.
Si bien el calendario se aprobó en 1793, tuvo efecto retroactivo, desde la declaración de la república, y rigió durante 14 años, hasta que Napoleón Bonaparte se declaró emperador y retomó el calendario gregoriano como parte de la conciliación con la Iglesia católica.
Volvió a utilizarse por un breve tiempo en 1814, cuando Napoleón fue derrocado, y también lo retomó la Comuna de París en 1871, durante los pocos días que duró. Ese cambio, al igual que otras festividades fue una estrategia político–pedagógica de las élites revolucionarias para fijar los ideales de cambio en el pueblo.