Cuando se abrió la caja de Pandora y escaparon todos los males del mundo que en ella había guardado Zeus, quedó en el fondo, sin que nadie lo supiera, el último mal: la esperanza. Desde entonces el hombre ha considerado la caja y sus contenidos esperanzadores como un cofre de la buena suerte.
Echando mano de ese mito, en su libro ‘Humano, demasiado humano’, el filósofo alemán Federico Nietzche, demoledor como siempre, reflexiona: la esperanza es el peor de los males porque prolonga el tormento de los seres humanos.
En el Ecuador la caja de Pandora está abierta, mostrando los males que durante diez años el gobierno de Rafael Correa se empeñó en ocultar, en negar a toda costa, especialmente el de la corrupción.
En esta década se montó una institucionalidad a la medida de Alianza País y su caudillo. Una nueva casta política, hábil y sagaz, sin escrúpulos para vender un imaginario propagandístico de la refundación. Varias de sus cabezas enfrentan hoy a la justicia, empezando por el vicepresidente Jorge Glas, artífice del manejo de los sectores estratégicos donde se contrataron obras por miles de millones de dólares. En muchos de esos contratos hubo presuntos delitos, según las investigaciones judiciales.
Aunque los juicios están en marcha y hay decenas de exfuncionarios implicados (algunos de ellos sentenciados) persisten las dudas sobre la independencia de jueces y fiscales. Después de todo son el resultado de un sistema de selección criticado por su afinidad con el anterior régimen. La piedra angular de esa estructura es el Consejo de Participación Ciudadana que seleccionó a las autoridades de control, la mayoría claramente identificada con la administración correísta.
Si el presidente Lenín Moreno quiere cerrar la caja de Pandora deberá desmontar ese entramado institucional a través de una consulta popular. Solo así podrá transformar la ‘tortuosa’ esperanza de cambios en hechos concretos que acaben con la impunidad imperante.