El fin de semana, 9 de noviembre, se conmemoraron 25 años del desplome del muro de la vergüenza. Pero fue más que eso. No solo constituyó la conmemoración del derrumbe de una pared divisoria que separó por cerca de tres décadas a familias enteras. En realidad, fue la constatación de la ruina de todo un sistema esquizofrénico, que quiso someter a los seres humanos al capricho o a la verdad desfigurada de unos pocos. Alienados por el fanatismo, el totalitarismo de izquierda, temeroso de su fracaso que se tornaba evidente cuando miles de alemanes querían huir del régimen del este dominado por la Unión Soviética, no encontró mejor solución que tratar de imponer una barrera física que convertía en una verdadera cárcel al territorio dominado por las armas rusas. La prosperidad, el aire de libertad que se percibía respiraban al otro lado del muro era suficiente aliciente para que muchos pretendieran huir de ese estado de servidumbre. Muchos pagaron con sus vidas. Pero el anhelo de libertad fue tan poderoso y el fiasco de un estado controlador e interventor de tal envergadura que, sin necesidad que se produjese una revuelta violenta, la barrera artificial de un día para otro desapareció.
El festejo tiene sentido por tratarse de un triunfo de los hombres y mujeres libres, por encima de ideologías y aparatos de propaganda que pretendieron deshumanizarlos, eliminando sus identidades y personalidades propias. Fue una victoria sobre la pretendida anulación de la multiplicidad de ideas, un éxito rotundo sobre la imposición de la verdad única, una epopeya por la eliminación de los cánones unidireccionales que, a pretexto de haber encontrado la explicación simplista de la historia, quería someterlo todo a una sola dimensión como si la variopinta realidad pudiera encuadrarse a esquemas preconcebidos.
La respuesta tardó en llegar, pero al final la implosión de tan absurdo experimento se produjo. Todo un novísimo imperio se desarmó provocando una crisis cuyos efectos y sacudones nos alcanzan hasta estos días. Bastó para desnudar que cualquier ficción que tenga como pretensión final someter a los seres humanos a dogmas de cualquier naturaleza, termina en el más rotundo fracaso. En la actual era del conocimiento, solo el total aislacionismo podría durar algunas décadas para, con el tiempo, acabar en algún rincón de la historia como otros tantos oscurantismos.
No obstante, en algunos sitios del planeta aún existen predicadores de ideologías fracasadas, que con relativo éxito han logrado el control ocasional de los mecanismos del poder. Las han retocado, amoldado a las nuevas exigencias, pero en el fondo son lo mismo; prácticas que buscan el alineamiento único y la visión excluyente, donde no caben los otros. La historia les tendrá reservado el mismo destino que a sus predecesores, aquel sitio que engalanaron tiranos y dictadorzuelos de pocas luces pero con egos inmensos. Hoy por hoy, con semejante evolución de las ideas, negar libertades, cualquiera que estas sean, es navegar contracorriente con las consecuencias de todos conocidas.