Es muy popular aunque muchos se avergüencen de él. Le consideran populista, demagogo, grosero y fanfarrón. Es un comunicador muy hábil, pero tiene un humor ácido, destruye a sus enemigos y protege a los corruptos que se esconden entre sus aduladores. Construye cuidadosamente a sus enemigos porque necesita hacer creer que siempre está en peligro, siempre acechado, aunque nadie le haga daño porque son enemigos imaginarios. Es dueño de los medios de comunicación, periódicos, revistas y televisoras; los que no le pertenecen son controlados políticamente.
Los analistas dicen que su electorado está compuesto por un público fascinado, que ama el espectáculo y se nutre de una televisión repleta de chismes, farándula, concursos y moda. A estos electores no les importa que se cambie la Constitución, advirtieron los mismos analistas, pues nunca la han leído y, además, se ha cambiado tantas veces, que no tiene sentido alarmarse por un nuevo cambio. Qué valor puede tener, decía un filósofo, hablarles a estos electores de lo que ha dicho The Economist cuando ignoran el nombre de muchos periódicos locales y “compran indistintamente una revista de izquierdas o de derechas con tal de que tenga un trasero en la portada”.
Muchos politólogos y expertos estaban perplejos con su figura porque las constantes contradicciones, errores y desmentidos, se prestaban para la sátira. Sus adversarios se consolaban pensando que, tal vez, había perdido el sentido de la proporción y estaba cavando su propia tumba. Otros creían que con sus gestos más incomprensibles estaba poniendo en práctica una estrategia compleja, aguda y sutil, que daba fe del pleno control de sus nervios, su inteligencia operativa y su poderoso instinto de vendedor. La estrategia del vendedor consiste en hablar sin pausas, acumular las supuestas cualidades del producto que ofrece, sin preocuparse de las contradicciones, con la esperanza de que el comprador se interesara solo en aquellas que a él le convienen.
Este ídolo caído se llama Silvio Berlusconi, y ha dominado la política italiana por dos décadas. Ahora está a punto de terminar en la cárcel pues tiene una condena de cuatro años por fraude fiscal. Entró a la política para ganarle a la justicia pero sale derrotado pese a su frase favorita: “siempre gano, estoy condenado a ganar”. El Senado le ha expulsado de su seno y le ha convertido en un simple ciudadano que espera la misericordia de los jueces para hacer menos amargo el final de su vida como ídolo caído.
Todavía quedan las tareas de desberlusconizar Italia, según el novelista Antonio Tabucchi, y retirar de la escena a los que Melania Mazzucco llama el coro, “segundones lívidos, impúdicos y facinerosos que han invadido las pantallas de televisión, lanzando anatemas o silbando chantajes, dando la sensación de que ignoraban la lección de la historia”.