Es un ser inexistente. Nunca fue registrado su nacimiento ni la fecha de su bautizo. Va y viene por los tugurios de Beirut, donde se esparce la miseria en sus más repulsivas formas (hambre, envilecimiento, podredumbre, explotación)… Vive con sus numerosos hermanos y sus padres en un retazo de piso de un destartalado edificio. Carecen de todo derecho y son parte de las muchedumbres de indocumentados que sufren los flagelos de la clandestinidad.
Suena el nombre de Zain para uno de los niños hacinados en el asfixiante espacio. Es despabilado, intrépido, temerario. Sus grandes ojos claros pendientes de su hermana, de su primera sangre porque esta sería la señal para entregarla en matrimonio a cualquiera que tenga algún dinero. “Te entregarán a Assad”, advierte Zain a su hermana, ayudándola a ocultar lo que la convertiría en mujer.
“Sin haber partido ya no se está allí”, Gógol
El vínculo de Zain con sus padres destila odio. El padre fuma, bebe y duerme en un ruinoso sofá. La familia come sobrantes en medio del miedo y los malos olores. Duele el infortunio donde sobreviven. El dolor insulta. Desconcierta. Trastorna. Devasta. Deshace. Todos creen en Alá y le han entregado sus andrajosas vidas.
Zain se las arregla para disponer de un recetario con el cual compra Tramadol (un opiáceo inductor de sueño), las muele con su hermana Sahar y, sumergido el polvo en ropas viejas, la madre vende a los drogadictos en prisión. Zain es infatigable, también trabaja para Assad, el casero, dueño de un mercadillo.
El infortunio que temía Zain llega. Los padres entregan a Sahar en matrimonio a Assad, grandulón maduro, ignaro y brusco. Son vanos los desafíos de su protector para salvarla y los sueños de fuga de los dos se desvanecen como el humo pestilente de los cigarrillos de su padre.
La barriada es vasta como el dolor que siente Zain. La vida ha pasado por delante y a través de él, apenas sin darse cuenta. Unos pocos muchachos privilegiados van a la escuela, él ha ido a los tumbos como la mayoría de su edad, expeliendo la pestilencia de la miseria, inventando la vida día tras día. En medio de un griterío infernal y recibiendo improperios y bofetones de sus padres, sale como un rayo de su casa y huye sin rumbo.
Una antigua ilustración del infierno: cada uno de los réprobos posee un habitáculo provisto de artefactos de tortura aplicables al nivel de sus condenas. Los cubículos están aislados de los otros por paneles que bloquean los gritos de los torturados de por sí inaudibles para cada pecador. Así viven los miserables de Cafarnaúm. Cada quien recibe su tortura. Ciudad olvidada de Dios. Inframundo. Asfixia. Indignidad.
Zain conoce a Rahil, una etíope indocumentada que carga un hijo pequeño, simpático y vivaz, que será “prohijado” por él después de que ella fuera encarcelada. Va Zain en su peregrinaje por los infiernos de Beirut. De sol a sol, Yonas en brazos o de su mano, soportando las escorias humanas que halla a su paso y soñando con viajar a Suecia con el niño.
Zain es aprehendido. Desde la cárcel logra demandar a sus padres. En la audiencia, levanta su mirada y la fija en el estrado donde está el juez. Lo hace como quienes han sido curtidos por una vida tormentosa, sin un ápice de flaqueza o titubeos. Mirada exenta de odio, pero que irradia dolor de vivir. Dolor que corroe las entrañas del alma. El dolor físico, como situación límite, saca a la luz lo mejor y lo peor de los seres humanos; el que calcina sus confines, estalla y alerta, es el caso de Zain.
“¿Sabes por qué estás aquí?”, le pregunta el juez. “Sí”, contesta Zain. “¿Por qué?”, interroga el magistrado. “Quiero demandar a mis padres”, responde. “¿Por qué quieres demandar a tus padres?”, insiste el juez. “Por haberme traído al mundo”, sentencia el niño.
Cafarnaúm (2018, Nadine Labaki), película libanesa aclamada y denostada. Desgarrada denuncia y manifiesto de los refugiados de los países indigentes de la tierra. No solo Zain padece, son todos quienes viven como él. ¿Sensiblera? ¿Misericordiosa? ¿Lastimera? Lo que fuere. Arribar a un lugar no sepulta el que se dejó. Pero toda partida es un duelo.
“¿Vivo y trabajo como una perra para que usted me juzgue aquí?, dice la madre al juez. ¿Ha vivido mi vida? Imagine tener que dar agua y azúcar a sus hijos porque no tiene otra cosa para que coman. Estoy preparada para cometer 100 delitos para mantener a mis hijos con vida. ¡Son míos, son los tesoros de mi vida! Nadie tiene derecho a juzgarme. Yo soy mi propio juez. Son carne de mi carne”…
“Cada día avanzamos un paso más hacia el infierno, sin horror, a través de tinieblas pestilentes”, Baudelaire.