“El cuerpo es lo que quiero decir”, proclamó Luis Caballero (Bogotá, 1943-1995). Esta frase, abierta y genuina, sustenta su creación visual. Y fue lo que hizo a través de su tormentosa y doliente vida, en una sociedad enmarañada en un implacable tejido conservador: “decir el cuerpo”. Carnalidad. Temblor, horror y oblación. Furia y deseo. Asediadora insistencia de figuras que abruman y conmocionan, sobrecogiéndonos. Ciscos que van y nunca vuelven en soportes enormes que desbordan los cielos y los infiernos del artista.
Descendiente de familias aristocráticas, Caballero demostró su vocación por el arte desde muy temprana edad: culpa y perdón. Asistía a una tía pintora, ciega, que a sus 80 años seguía en su oficio. Ella fue quien develizó sus atributos y lo inició en el dibujo y la pintura. Otra mujer, Marta Traba —quien tanto hizo por las artes de nuestra América—, sería, más tarde, la encargada de grabar su destino de trabajo, que cree Gaston Bachelard, propio de los artistas grandes.
“Mátenme de nuevo o tómenme como soy”
Mientras sus compañeros de generación eran seducidos por performances, instalaciones, arte conceptual, Caballero prefería el dibujo y la pintura figurativa, afinándolos con exasperación día tras día. Junto a Traba y guiado en la praxis por uno de sus maestros, Juan Antonio Roda, se convirtió en experto en historia del arte y estudió a fondo los frescos renacentistas, enfatizando en Velázquez y luego en el manierismo con Rosso y Bronzino…
Su obsesión por el arte religioso fue, sin duda, la que más influyó en su creación plástica. Cristos, mártires, vírgenes… Todo ese inagotable caudal de tallas y lienzos que a lo largo de siglos se erigió en simiente de la religión fue determinante en su arte. Otros maestros de la pintura universal que enriquecieron su obra pictórica: Vermeer y Rubens, y luego Francis Bacon, quien fue quizás el que más permeó su alma de artista único.
“Para mí, Bacon es un profeta… –escribió Caballero desde París a su amiga Beatriz González–. Mis conceptos sobre la pintura han cambiado totalmente. He renegado de todas mis meninas y estoy dedicado a copiar a Bacon de la manera más descarada”. Los dos creyeron en conocer y conducir el azar, no dejarlo inexplorado y hay, en los dos, paralelismos: angustia, rabia, dramatismo. Ámbitos ominosos que exudan agonía y éxtasis.
Pero los dos difieren en su esencia: Bacon construye una galería de personajes masacrados por su arte y sube a sus escenarios esperpentos y miembros desgarrados, Caballero pinta desnudos masculinos, solos o emparejados, y extrae de ellos el ánima convulsa de las pasiones humanas, de la cuales nada sabemos, solo que nacen fusionadas a nosotros. Anteriores a nosotros, deciden nuestros caminos.
“El mundo es profundo,/ y pensado aún más profundo es el día./ Profundo es su dolor,/ el gozo más profundo aún que el sufrimiento./ Dice el dolor: ¡pasa!/ Mas todo gozo quiere eternidad,/ ¡quiere profunda, profunda eternidad!”, Nietzsche.
Hombre de libros, el padre de Caballero viajó a Madrid en misión diplomática con sus hijos. Los llevaba a visitar museos y bibliotecas, y les pedía que memoricen y dibujen los cuadros de los grandes maestros y, en cuanto a lecturas, que hicieran resúmenes y comentarios de clásicos y modernos.
El artista fue un consumado lector; admiró a Sade, Miller, Bataille, Genet, Burroughs; a Robert Mapplethorpe, virtuoso de la fotografía en blanco y negro. Conocía poemas de la generación beat, pero el que más repetía era Aullido de Allen Ginsberg, insignia de una generación lacerada por un mundo que no está hecho para la poesía; de una poesía que no está hecha para el mundo, escrita, tal vez, porque nadie tiene razón para callar nada.
Angustia de vivir, angustia de crear. Luego de una segunda estancia en Madrid y París, donde seguía buscando la verdad de su arte, retornó a Bogotá. En su biografía escrita por su hermana Beatriz Caballero, se describe el taller que alquilaba como un espacio pequeño, cortinas de papel, por mesas una tabla sobre pedruscos, tarros de pintura, frascos de mayonesa con pinceles, herramientas, pegantes… y, anegándolo todo, dibujos, dibujos, dibujos…
Aunque el olvido es escudo contra el dolor y el morir, somos “nuestra memoria”. Imágenes desvaídas y dispersas por el aire impalpable del tiempo acaecen, sin que podamos atajarlas. Veo a Caballero delgado, ensimismado, distante, junto a figuras de la cultura colombiana –¿terminaban los 70 o empezaban los 80 del siglo XX?–. Andrés Caicedo, niño genio que traveseó con la vida y con la muerte; los hermanos Vallejo, José Manuel Arango, Jotamario Arbeláez… La mirada del gran artista tenía algo de felino herido: ¿huir o atacar?