Cuando yo era niño contemplaba a mis paisanos, en alpargatas, con la maleta de cartón al hombro, la boina calada hasta las cejas, los ojos acuosos y sus manos torpes diciendo adiós. El destino eran Suiza y Alemania, necesitadas de mano de obra, después de la Guerra Mundial. Lejos estaba yo de comprender entonces el precio que un hombre tiene que pagar por realizar sus sueños… Posiblemente más que los sueños mandaban las necesidades de una España empobrecida durante siglos y desquiciada por la Guerra Civil.
Para comprender las razones, los procesos y los sufrimientos de las personas y de los pueblos se necesitan años y una cierta compasión, esa capacidad de ponerse en el lugar del otro y de hacer camino con él. Hoy sé que buscar y cumplir los propios sueños tiene un precio no siempre razonable.
En esta hora adulta de la vida me ha tocado nuevamente asistir, con la mirada ampliada, a este fenómeno complejo de la migración, pero en tierra ecuatoriana, mi tierra de adopción. Me alegra que la sociedad, el Gobierno y la Iglesia se hayan comprometido desde el principio en acompañar a los migrantes y en exigir una mayor garantía y ejercicio de sus derechos. En estos días, Caritas Nacional, por medio de su departamento de Movilidad Humana, ha promovido una Semana de estudio e iniciativas a favor de los niños, niñas y adolescentes involucrados en procesos de movilidad humana. Sin duda que ellos han sido, son y serán siempre las víctimas más vulnerables.
¿Cómo desconocer la gravedad del fenómeno para nuestra patria? ¿Cómo vivir de espaldas a sus consecuencias? Entre el año 2000 y el 2006, cerca de un millón de emigrantes, en su mayoría jóvenes, dejaron tierra, casa y familia, soñando y empujando un mundo mejor para ellos y los suyos. Al mismo tiempo, cientos de miles de colombianos y peruanos, en estos años, unos huyendo de la violencia, otros buscando mejores condiciones de trabajo, se han asentado entre nosotros. Sin duda que los fenómenos migratorios tienen su lado positivo, pero habría en algún momento que reconocer el precio que muchos han tenido que pagar, el precio que todos pagamos cuando el país se desangra, inerme y no siempre consciente ante tanto dolor.
Los sueños, más que la realidad, son viajes de ida y vuelta… Pero para los que regresan, habría que encontrar caminos de inserción, fuentes de trabajo y motivos de esperanza. Hoy la esperanza va unida al deseo de que nadie tenga que dejar su casa y su familia, su cultura y su patria para servir intereses ajenos. Es penoso constatar que, tras la llamada “crisis hipotecaria”, muchos de nuestros compatriotas han trabajado para los bancos. Las víctimas de las “hipotecas basura” se han quedado sin plata y sin casa y no son pocos los que regresan con sus ahorros mermados.
Si queremos una patria incluyente, que realmente sea de todos, hay que cuidar el derecho a nacer, vivir, trabajar y morir en casa. En paz y con dignidad.