Las utopías políticas son un fenómeno reciente en la historia de la humanidad. Se gestaron a lo largo del siglo XIX, a raíz de las profundas transformaciones económicas y sociales que produjo la Revolución Francesa en 1789. Aquella revolución –que borró de un plumazo un orden monárquico que parecía inmutable– alentó en muchos la idea de que era posible construir una sociedad perfecta, donde los seres humanos fuesen eternamente felices y conviviesen armoniosamente en medio de una interminable abundancia material.
En “El Paraíso en la otra esquina”, Vargas Llosa hace un recuento de esos soñadores que se atrevieron a imaginar aquellas sociedades perfectas. Por ejemplo, explica la utopía imaginada por Étienne Cabet, cuya sociedad ideal consistía en un país igualitario sin bares ni cafés, pero con baños en las calles, donde no existiera el dinero ni el comercio.
También se describe la sociedad perfecta de Charles Fourier donde los trabajos aburridos serían bien remunerados y las tareas creativas serían mal pagadas,y en donde cada vicio o limitación humana sería utilizado en beneficio de la sociedad. Por ejemplo, los niños serían los encargados de recoger la basura, para aprovechar su proverbial inclinación a embarrarse y a ensuciarse…
Por su parte, Flora Tristán –otro personaje histórico que revive en la novela de Vargas Llosa– sueña con una sociedad que tenga albergues gratuitos para los escritores; casas donde ellos pudieran vivir dedicados a su oficio, sin necesidad de preocuparse por sobrevivir haciendo trabajos poco interesantes.
Son utopías enternecedores que reflejan los sueños más íntimos –y hasta puros, yo diría– de quienes se atrevieron a imaginar la posibilidad de mundos perfectos.
Pero en el plano político, esas utopías sólo han servido para que facciones inescrupulosas las utilicen como un trampolín para llegar al poder.
Una vez allí, las promesas de felicidad o de igualdad que hicieron en nombre de aquellos sueños han quedado enterradas para siempre.
El pensamiento utopista siempre logra inflamar la imaginación de los votantes pero invariablemente termina decepcionándoles. Allí radica su peligro.
Porque esa decepción alimenta el descreimiento y el cinismo de las personas lo que, a su vez, enferma a una sociedad. El caso de Venezuela es, a mi modo de ver, un ejemplo terrible de eso. Aquel país es, hoy por hoy, una sociedad hobbesiana, infestada por la violencia y la corrupción, incapaz de razonar y condenada al fracaso.
Por eso los votantes deberíamos hacer una criba constante de lo que dicen y ofrecen los políticos. Ellos, a su vez, deberían asegurarse de no prometer en exceso porque eso, al final del día, nos pasará una factura costosísima a todos.