Frente al Centro Buñuel se halla la cabeza de Luis Buñuel (España, 1900-México, 1983) esculpida por Iñaki, con motivo del centenario de su nacimiento. Cabeza donde se amotinaba algo que no le dio sosiego: su cine se rebeló contra él y salió a explorar más allá de su mundo. No hay indicio de cabello, orejas y cejas abultadas, la mirada en incesante peregrinaje y rehundida en el magma de lo que estamos hechos: tierra y sueño.
Fagocitador de sus contemporáneos y de cuanto halló en el pasado, sus cintas muestran vestigios de Quevedo, García Lorca, Valle Inclán, Sade, Goya, Magritte, Alberti, de los griegos y su tragedia intemporal… Si el cine fue resultado de este ejercicio, no se diga su poesía; Polismos tituló a su libro, es decir, congregación de ‘ismos’. Buñuel absorbió todos los movimientos culturales (ismos) de inicios del siglo XX.
Las heridas del camino
No hay historia del cine que no exponga su nombre como uno de los más notables directores que ha dado este arte –hay quienes lo consideran el más grande–, y la escena de El perro andaluz (1929), en la que un hombre corta el ojo de una mujer con una navaja de barbero, registrada como la más cruel. En el preludio de este acto, Buñuel, que funge de actor, ve desde una ventana cómo una filosa nube cercena la luna, lo mismo hará con el ojo de la mujer.
El perro andaluz es muestra implacable del surrealismo: demencial escapismo de la realidad, desdeño de todo juicio estético. “Imagen pulsión”, como dijera Deleuze, que quedaría grabada para siempre en la elusiva retina del tiempo. ¿Fue este cortometraje –realizado con Salvador Dalí– vindicta contra García Lorca por un poema dedicado al cineasta y que prendió su disgusto? Algo perturbó la entrañable amistad del fino poeta andaluz y el impetuoso boxeador aragonés, pero este alejamiento se desvaneció, y Buñuel vivió ponderando la radiante personalidad de García Lorca y su influencia en su crecimiento artístico.
La edad de oro (1930) –junto a Dalí– expone una trama argumental enmarañada. La historia de amor confluye con otras dos de igual repercusión. El loco amor de André Breton circula por su núcleo. Exaltación del amor absoluto. El poder avasallador de la pasión. Pero Buñuel agrega un elemento deletéreo. La película se abre con un documental sobre la vida de los alacranes y despliega, en cascada, vehementes relatos, cruzados por el cortejo sobrecogedor que fusiona amor y muerte.
Estrena Los olvidados (1950) en México, donde vivió exiliado. Público y crítica rechazan con furor el filme y el fantasmático apelativo de “director más cruel del mundo” se afianza. Visión desgarradora de los excluidos. Los hambrientos, los sin nada pululan en correccionales y barriadas misérrimas.
Ellos, los olvidados, salen de los escurrideros de la ciudad. Huelen a frío y hambre, a llagaduras y supuraciones, a fatiga, furia y muerte. El filme exhibe imágenes de grandes metrópolis y luego se regodea en México, en espiral alucinante. Un pandillero fugado regresa para vengarse de quien lo delató. Alardea de las destrezas aprendidas. La banda busca a su primera víctima, don Carmelo, el mendicante ciego que vive de limosnear con su canto y su raído tambor.
¿Trama hobbesiana? El único derecho que existe es la sobrevivencia. Todos son los mismos, pero de los mismos brota la desconfianza y de esta la guerra. Niños y adolescentes que rodean al cabecilla sienten la pulsión del estado de guerra, y, como dice Thomas Hobbes, en tiempo de guerra todos son enemigos.
Acude a mi memoria el asalto de la pandilla a don Carmelo, el ciego pordiosero defendiéndose con su bastón y poniendo en fuga a sus asaltantes. Malandrines irredentos como son, vuelven a saciar la venganza de su derrota y ríen desaforados cuando la consuman destrozando su tambor.
Del hombretón que subió al ring de los pesos pesados, temerario y alborotador, queda un Buñuel delgado, de rostro apacible y acanalado por el tiempo. Dice que jamás fue “cruel”, y el mundo le cree, y se pone de pie para aplaudirlo. No oye, solo ve palmas de manos de una multitud agradecida por su legado.
En su libro Mi último suspiro, confiesa que su postrer deseo consiste en que, después de muerto, pueda levantarse cada diez años, llegar a un quiosco y comprar varios periódicos. Así, con los periódicos bajo el brazo, “pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverse a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”.