El irrespirable ambiente de violencia que reina en el país (campeo del sicariato, asaltos, robos, secuestros y lo que usted me diga) encuentra espejo y retrato en el cargante y cansón ambiente político. Toleramos y vegetamos, en cierta simbiosis petrolera, con un sistema político que se caracteriza por el acoso sistemático y perverso (de ahí lo de ‘bullying’) que busca aniquilar a cualquiera que tenga la mala idea de alzar la cabeza, que pretende monopolizar la verdad por medio del implacable control estatal, que castiga a los propios ciudadanos por los gastos en los que incurre el aparato público y que criminaliza la opinión ajena.
La práctica de la política también tiene una veta de violencia bastante importante. Se respira el tufo del insulto, de la descalificación y de la burla y el sistema sabe que este modo de hacer las cosas es el que da los votos y el que alimenta las encuestas. En Ecuador, qué pena, los que ganan las elecciones son los gamonales, los caciques y los patrones (es decir, los ‘bullies’). Así que no hay apuro en cambiar el sistema: si lo que domina a la política es la violencia y la intimidación, los políticos estarían locos en cambiarlo o siquiera en pensar en alternativas. Si lo que da popularidad son el grito y la amenaza, ningún político en sus cabales (por así decirlo) cometería suicidio electoral al volverse razonable. Y nosotros, los ciudadanos llanos, estamos contentos mirando una película de acción mil veces repetida en alta definición y en pantalla gigante de plasma, con canguil, colas gigantes y perros calientes en la mano.
Así que no hay, de momento, posibilidades de que cambien el sistema. Si la política dinamiza a la violencia y viceversa estamos sentenciados a vivir en tiempos de balazos, cuchilladas, gritos, insultos y amenazas. Este sistema tiene un efecto que es el que más debe preocuparnos: los ciudadanos, supuestos dínamos de un proceso revolucionario, no somos sino espectadores, votantes y consumidores al mismo tiempo. Espectadores cómplices silenciosos de la indiscutible degradación de lo que quedaba de democracia. Votantes en elecciones en las que no se puede expresar opiniones disidentes, en las que los medios de comunicación no pueden reportar sobre los otros candidatos, en las que los funcionarios y dignatarios públicos son al mismo tiempo candidatos y en las que la autoridad no es precisamente neutral. Y consumidores de un sistema de propaganda constante y delirante.
Parece que ya no hay realidad fuera de los ‘spots’ televisivos, de las cuñas radiales y de las vallas publicitarias.
Lo que diga la propaganda es lo que es y no se les ocurra discutir.
Vivir fuera del mundo de la propaganda es vivir en el error.