Si se animan un rato a mirar el cielo en estos días de encierro, podrán ver que estamos rodeados de buitres que sobrevuelan esperando el instante preciso de la descomposición. No es que hubieran aparecido ahora de la nada por la tragedia que estamos viviendo, qué va, han estado siempre sobre nosotros, pero antes no nos deteníamos a mirarlos por pura indiferencia, o tal vez porque no nos encontrábamos tan mal y siempre había algo o alguien que nos echaba un cable para salvarnos, pero ahora con la muerte rondándonos, con los bolsillos y las cuentas secas, y sobre todo, con el miedo instalado definitivamente en alma y cuerpo, ahora sí tenemos conciencia de que siguen ahí.
A todos los buitres, pero en especial a los nuestros, les interesan los muertos, y mientras más muertos mejor, pues así alcanzarán a saciar su hambre y sus ambiciones presentes mientras llega otra tragedia que los alimente e incluso les permita guardar algo para los tiempos de escasez, porque hasta la muerte escasea a veces.
Recuerdo que, exactamente hace cuatro años, una gigantesca bandada de buitres migró hacia Manabí. Fue un extraño fenómeno de la naturaleza que sobrevino al catastrófico terremoto que azotó esa zona. En pocas semanas, el tiempo que duró el olor a muerte, estos buitres arrasaron con todo, no solo con la materia orgánica en pudrición, sino también con los alimentos que llegaban desde todos los rincones del país, y en el colmo de la miseria y la codicia, se tragaron también el dinero de las donaciones, de los impuestos y del presupuesto extraordinario para levantar a los damnificados. Se tragaron todo los buitres, y dejaron a los sobrevivientes famélicos y angustiados, pero además del miedo que se instaló para siempre en la zona, los dejaron sin un solo hilo de esperanza para sujetarse a tierra.
Hace pocos meses, los buitres regresaron después de un largo peregrinaje que los llevó, según dicen ornitólogos experimentados, por lejanas tierras orientales, pasando en vuelos errantes por las antiguas regiones flamencas, y luego por misteriosos parajes como Irán, Catar o Bielorrusia. Remontaron más tarde las aguas cristalinas de los paraísos caribeños desde la tierra de los aztecas y llegaron a instalarse un tiempo corto, hasta que se hartaron de carroña, en los asolados dominios llaneros, y, cuando olieron la chamusquina y la corrupción, volvieron a nosotros. Y, una vez más, arrasaron con todo: ciudades, negocios, plazas, industrias, edificios, instituciones, y en su delirio, solo buscaban muertos, muchos muertos y desgracias, porque así sobreviven los buitres.
Y nunca más se fueron. Se quedaron aquí anidando, reproduciéndose, empollando y difundiendo entre sus congéneres pedazos de vísceras rancias nada más para sostenerlos, para que se mantuvieran en alerta hasta que llegue el momento de pegar un nuevo zarpazo.
Y, llegó, por desgracia, y ahí siguen los buitres sobre nosotros, intentando llevarse las sobras de lo que dejaron en su último ataque.