Buenas personas

Ver a alguien a quien creemos una buena persona estimula dos preguntas: “¿Qué la hace buena?” y “¿Cómo se hizo así?”

Admitiendo matices y diferencias, los libros sagrados, el pensamiento y la sabiduría de las épocas han tendido a coincidir en que es buena la persona que muestra moderación, templanza, respeto por la dignidad de otros, amabilidad, generosidad y apertura; que en términos positivos contribuye al bienestar, a la alegría, a la paz interior y al crecimiento interno de otros, y en negativos, no hace daño con la consciente intención de hacerlo; que asume sus responsabilidades de velar por sí misma, cumplir sus compromisos, reconocer y no culpar a otros de sus fallas y errores; que busca mejorar su propio ser y actuar; que respeta la verdad; que es consciente de, pero humilde ante, sus propios méritos y logros y reconoce los de otros; que no se apropia de bienes ajenos ni de ideas que no son suyas. Es aquella persona a quien podemos decir “Cuento contigo”, y “Haces que brote lo mejor en mí”. Es, en bella frase de Erich Fromm, quien puede decir “Me aman porque amo, no amo porque me aman.”

¿Cómo puede una persona llegar ahí? Se ha debatido largamente el tema de la mayor o menor influencia, de un lado de la genética, y del otro de la influencia social. En el un extremo están quienes, siguiendo al Conde de Gobineau, llamado el padre del racismo moderno, sostienen que todas las creencias, los valores, las actitudes y los comportamientos de las personas están biológicamente predeterminadas por su “identidad racial”, concepto que las ciencias sociales modernas en general rechazan. En el otro extremo están los diversos enfoques de la llamada ingeniería social que argumentan que la mente humana nace como una especie de pizarra en blanco, sobre la cual las diversas influencias de la familia, la escuela, la sociedad, el entorno cultural van dibujando un conjunto de realidades sicológicas cognitivas, afectivas y actitudinales. Una amplia gama de quienes pensamos sobre estos temas coincidimos, hoy en día, que confluyen las influencias tanto genéticas como ambientales.

Pero, además, planteo que de ese debate ha estado ausente, en sustancial medida, un tercer elemento: la consciente voluntad del actor individual de asumir el reto de convertirse en el escultor de su propia realidad interior. No considero apropiado exagerar cuán determinante puede ser el solo acto de voluntad, como pretende, por ejemplo, el eslogan “solo di no” de la poco efectiva lucha contra la drogadicción en muchas sociedades. Pero tampoco considero apropiado desconocer la extraordinaria fuerza de una voluntad individual que, habiendo despertado, ha identificado los esfuerzos necesarios y, haciéndolos, ha logrado disciplinar su propio espíritu. Y creo que hay pocas realidades más admirables.

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