El Presidente ha convocado a un diálogo a todos los sectores nacionales que actúen “de buena fe”. ¿Acaso él tiene también el poder absoluto, supremo, para calificar quién o quiénes actúan de buena fe? Por más votos que haya logrado en las urnas (que se están esfumando, al igual que su credibilidad), eso no le concede el poder para juzgar y decidir si alguien interviene con buena o mala fe.
Un ser humano, por poderoso que se crea, no tiene el don divino de juzgar a sus congéneres. Peor aún para calificarlos o descalificarlos, o señalarlos como buenos o malos ciudadanos. No debería condenarlos como lo suele hacer en los tristes espectáculos de los sábados. Si el presidente se asigna la facultad de determinar cuándo un grupo actúa de buena fe, el pueblo podrá, a su vez, señalar que el Presidente actúa de mala fe. En las calles se lo está calificando, no juzgando, y eso el pueblo lo hace de buena fe.
Pero como es uno de esos economistas que conoce casi nada de Derecho, pero es influyente en la Función Judicial, ya que sus criterios son adoptados por jueces y miembros del Consejo de la Judicatura, hay que recordarle que “la buena fe se presume”, según lo dispone el artículo 722 del Código Civil.
Las presunciones, de conformidad con lo ordenado por el artículo 32 del Código nombrado, no admiten prueba en contrario. Gracias a esa presunción, como algunas otras más, como la de inocencia de todas las personas hasta que en sentencia se declare la culpabilidad, es que se vive en civilización, en democracia, en Derecho.
De ser lo contrario como parecería es el criterio del economista Correa (que todos actúan de mala fe), significaría que estamos en un estado de barbarie, de continuo engaño. De mentira y listos para sorprender a todos.
La buena fe se la vive a diario. Se la siente alrededor de los seres. La buena fe está presente en las actuaciones, palabras y gestos. En una sonrisa. La buena fe ayuda a que la vida corra libre, sin mayores sobresaltos.
La buena fe genera confianza y credibilidad en lo que dice el tertuliano. Pero si un ciudadano parte de la mala fe del resto de personas, su vida estará invadida de desconfianza. Sus decisiones sujetas a inseguridades y recelos. A revancha y resentimiento. Tal vez con engaños habrá labrado su vida, pero su futuro es tan incierto, como los “amigos” con los que hoy cuenta gracias a las delicias del poder.
Si parte de la mala fe de los otros, entonces los otros bien podrían opinar de las actuaciones del mandatario. Ante esto se estaría en un estado de caos, de intolerancia, de reyertas y confrontación. Los altercados se darían a menudo. Es decir, o cree en la buena fe, o la sociedad desaparece en contiendas en las cuales el odio aflora, y en las que un supuesto demócrata hace de las suyas hasta que el pueblo reclama.
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