Una alumna con quien conversaba hace pocos días me hizo una muy buena pregunta: “¿Cuál cree que es el mayor desafío que enfrenta mi generación?” Respondí que es el mismo que han enfrentado la mía, la de sus padres y mis hijos, y todas las generaciones anteriores desde tiempo inmemorial: el de convertirnos en adultos maduros, capaces de aceptar y asumir adecuadamente las responsabilidades, los pesos y las limitaciones que nos trae la vida.
Pero, replicó, ¿cómo puede ser el mismo, si nuestras circunstancias son totalmente diferentes? Respondí que muchas circunstancias son, en efecto, diferentes de las de 1964 cuando yo tenía su edad, pero no todas. La circunstancia que menos ha cambiado, agregué, es la deficiente manera en que criamos y educamos a niños y jóvenes. En la mayoría de casos, sigue siendo cierto que los llenamos de inseguridades, miedos, tristezas y resentimientos, porque decepcionamos su necesidad más profunda, que es la de amor incondicional, y no estimulamos en ellos un proceso sicológico y emocional sano y armónico que les permita desarrollar su inteligencia emocional y equilibrar sus dos impulsos más poderosos: la necesidad de seguridad y la necesidad de independencia. Una inmensa mayoría de padres y madres sigue agrediendo a sus hijos, tal vez no física pero sí emocionalmente, con tonos de voz duros, con impaciencia, con su inhabilidad para lograr ser, al mismo tiempo, firmes y dulces. Y en consecuencia, mi alumna de 21 años y la mayoría de miembros de su generación enfrentan, como enfrentamos la mayoría de nosotros, desde siempre, el desafío de reconocer su propia inmadurez, de aceptarla, y de tratar de madurarse a sí mismos y volverse emocionalmente inteligentes a base de su propio persistente esfuerzo.
Lo más difícil es el reconocimiento y la aceptación de la propia inmadurez. Nos creemos maduros por el simple hecho de haber llegado a adultos, posiblemente porque nuestra especie evolucionó muy rápido, la madurez humana es curiosamente contradictoria: somos sexualmente maduros y capaces de reproducirnos desde los 12 o 13 años; alcanzamos nuestro óptimo desarrollo físico a los 22 a 23, cuando se inicia el deterioro de nuestros organismos comenzando con el de nuestros huesos; y muchos, muchísimos no llegan nunca a un nivel adecuado, ni se diga avanzado, de madurez sicológica y emocional.
Reconocer y aceptar la propia inmadurez y el bajo nivel de nuestra inteligencia emocional nos resulta difícil, precisamente porque subsisten en nosotros inmadureces de las cuales preferimos escapar, o elegimos negar. Nada rompe más fácilmente ese círculo vicioso que el amor, y la comprensión de que si no logramos romperlo, seguiremos causando terrible daño a quienes más amamos.