Entre los males y desgracias que tenía en su interior el coronavirus, había uno reservado de manera exclusiva para el Ecuador: el regionalismo. Siempre ha existido como una manifestación primaria y atávica, producto de las diferencias geográficas, económicas e históricas que, con el tiempo, se han convertido en estructuras culturales de referencias pendientes, pero propensas a la división y a la contradicción.
Salvo la unidad que se manifestó en 1859 por la existencia de la república y en el siglo XX durante los conflictos territoriales, la unidad nacional no dejó de ser un ave de corto y errático vuelo.
Esta situación, que es un grave defecto endógeno de nuestra realidad, se ha manifestado en algunas oportunidades, pero nunca como ahora que ha sido liderada por voceros de primera línea de opinión, que han tenido oculta una obscura aversión: demostrar que por naturaleza los guayaquileños son indisciplinados y desordenados, seguido de una conclusión dramática y al mismo tiempo idiota: por eso hay más víctimas y contagiados del coronavirus .
No es que la onda de rencor sólo exista en un círculo de psicópatas capitalinos pues, de la misma manera, con igual torpeza y estulticia, en Guayaquil se dan afanes e ímpetus independentista, federalistas o separatistas.
Olvidan, estos acólitos en el Guayas, las confusiones históricas de Cataluña o la horrible tragedia en que terminó Yugoeslavia.
Ambas posiciones son ignorantes de una historia que, aunque hoy son rechazadas por apátridas y retrógrados, es un sola. Centrípeta y no centrífuga. La formación de la República el 13 de mayo de 1830 fue un acuerdo político constituyente. Fue fruto de la necesidad de no quedar a merced de las hegemonías de Lima, de Bogotá o incluso de la metrópoli española. No hubo buenos ni malos, ni indisciplinados y obedientes, solo fueron audaces que formaron un estado, no una nación. Entre Quito y Guayaquil principalmente se hizo nuestro pasado que ha ocultado un antagonismo regional que hoy emerge por el desarrollo del virus.
La situación es grave porque cuando llegue la hora de la reconstrucción solo se podrá hacerlo con una férrea unidad nacional y, aunque parezca insólito, con quiteños y guayaquileños del mismo lado, que aunque pueden ser considerados como los adalides de la confortación suicida, su aporte será decisivo para superar el complejo drama nacional.
Obligados a mirar el futuro, que está a la vuelta de la esquina, y guardar las mezquindades para otro momento, es oportuno recordar a Felipe González cuando en una entrevista en Argentina le preguntaron como fue posible que se lograran los pactos de La Moncloa y superar como nación el terror al franquismo, dijo: “El elemento esencial fue evitar el análisis de quién tenía la culpa de lo que había pasado y mirar el futuro” (…) “hay que encontrar dos o tres puntos de consenso que den marco a cómo encarar el futuro”. No es difícil entender, aunque en el Ecuador es utópico, porque sabemos que el culpable es el otro.