La última noche de toros de su vida la tuvo en la plaza Quito, el 9 de febrero en el Festival por la Libertad de la Fiesta. Fue cinco días después de su cumpleaños 92.
Guillermo Acosta Velasco miró el desarrollo del festejo junto a su hijo Alfonso, desde la misma barrera en el callejón de la plaza Quito que había ocupado los últimos 50 años.
Al despedirnos me dio su mano de huesos frágiles. Esa mano de cirujano que tantas vidas salvó en una larga andadura profesional ya no era la misma. Me regaló una sonrisa cariñosa y su mirada, perdida, seguramente evocaba la inspiración de la última faena.
Guillermo Acosta, cirujano de toreros y médico de la plaza Quito fue mucho más que eso. Fue un estudioso y científico reconocido. Se graduó en 1947 en la Universidad Central. Su tesis de grado sobre afecciones hepáticas constituyó una prueba pionera en Sudamérica. Fue cirujano del Hospital Eugenio Espejo. Recuerdo que tras la mascarilla, en plena cirugía, me saludó con su voz afectuosa mientras hacíamos algún reportaje para la televisión sobre la centenaria casa de salud y el calamitoso estado del local instándome a comprobar esa condición, mientras sus hábiles manos seguían operando.
Lo había conocido en las plazas de toros. No faltaba. No solamente por su temprana vocación de médico taurino sino por su inclaudicable afición a la fiesta brava. Cuentan que fue asistente del doctor Elías Gallegos Anda y que estuvo en la Plaza Belmonte el 14 de junio de 1942, junto al médico de plaza, cuando murió el novillero Rafael Fernández, ‘Belmonte de Málaga’.
El doctor Acosta contaba siempre de la impresionante cornada en la plaza Quito a Juanito Bienvenida, a quien atendió en el suelo, sobre un capote, para salvarle la vida. Desde entonces luchó por mejorar los servicios médicos de la Monumental, hasta dotarlos de todos los adelantos de equipos que permiten hoy hacer cirugías de gran complejidad. Por sus manos han pasado muchos diestros nacionales y extranjeros, heridos de gravedad en la plaza quiteña.
Guillermo Acosta siempre recordaba con impresión la tremenda cornada que recibió en unos toros de pueblo en Puembo, el entonces maletilla Enrique Garzón, luego novillero de proyección que presencié en 1979.
Distinguido con preseas y diplomas incontables, fue fundador y presidente de honor del Capítulo Ecuatoriano de Cirugía Taurina. Trabó amistad con destacados cirujanos taurinos del planeta, de los que he escuchado elogiosos comentarios en su favor.
Tuvo participación política, presidió el Tribunal Electoral en 1957 y no se perdía los resúmenes anuales de Ecuadoradio que escuchaba íntegramente pese a su larga duración en un sillón de su gran biblioteca con sumo interés. Falleció el domingo 20 de febrero. Decenas de toreros le harán un sentido brindis al cielo.