Los británicos, efectivamente, han tomado en cuenta el resultado del referéndum y, tras haber recibido el oportuno endoso de su sistema parlamentario, su Primera Ministra firmaba la carta que, de acuerdo a lo establecido en el art. 50 del Tratado de Lisboa, activaba el proceso de abandono del más -hasta ahora- atractivo de los clubs mundiales, el de la Unión Europea. Tras superar las reticencias del General de Gaulle para entrar en el club, y después de 44 años de presencia y participación activa, el Embajador británico ante la UE hacía entrega oficial al Presidente del Consejo Europeo de la tal carta, en un acto frío y lleno de distancias. Eso es lo que, tradicionalmente ha habido entre los dos lados del canal de la Mancha, frío, niebla y distancias.
El 23 de junio de 2016, los británicos, por 51,9% a 48,1%, decidían la salida de la UE, hecho histórico por lo que significa -es la primera vez que alguien sale- y por el histórico error de David Cameron, que tenía mayoría absoluta, al convocarlo, calculando mal el alcance del desafío. Los errores de pareja siempre son compartidos, pero en esta oportunidad ha habido una cierta miopía que, en dos años (salvo que el Reino Unido y el Consejo Europeo pacten un plazo mayor) restablecerá las fronteras en el canal. Hasta que se produzca la salida efectiva, los británicos seguirán siendo miembros de pleno derecho de la UE. La negociación de salida y el establecimiento de los nuevos mecanismos de relación, por parte de la UE, serán conducidos por el exComisario y exMinistro francés, Michel Barnier, sobre una hoja de ruta que ha de ser aprobada por una cumbre de líderes que convocará el Presidente del Consejo Europeo, el polaco Donald Tusk.
Al Reino Unido le interesa mucho las agendas comerciales, y poco la libre circulación de personas (no forma parte del espacio Schengen) o la política monetaria de la Unión Europea (no ha aceptado el euro). Da la impresión de que ha planteado el divorcio en términos de conservar lo que tenía de bueno la relación -el 50% de sus exportaciones va al resto de la Unión Europea- y prescindir de cualquier otro compromiso- libre circulación de personas-. Quedan dos años para despejar esa incógnita, en unas negociaciones que, como la relación de todo este tiempo, serán frías, con niebla y distantes, pero también acaloradas y abruptas. Desde el Reino Unido se trata de mantener, en la medida de lo posible, la estructura comercial y financiera en vigor hasta ahora. Desde la Unión Europea se quiere dejar claro que no se está mejor fuera que dentro, porque de ese modo se generará, además, un aviso a navegantes para disuadir un eventual efecto llamada que pudiera afectar a otros países (a Francia, por ejemplo, si Marine Le Pen ganase las elecciones). En cualquier caso, a unos y otros y con toda seguridad, nos irá peor.